López Velarde pedía una historia patria ``no histórica, ni política, sino íntima... hecha para la vida de cada uno''. ¿Es posible encontrar el carácter nacional de las cosas diarias? ¿Hay frutas, trastes y remiendos que realmente nos definan? El mexicano por antonomasia, que se atiborra de mezcal con pólvora y muere carcajeándose, es tan difícil de encontrar como el ave roc. Si no hay arquetipos que respiren con orgullo patrio, ¿habrá cierta decoración o al menos una pieza de utilería que justifique nuestro gentilicio? En el vasto tianguis de la nación, nos hemos concentrado en las cubetas y en los coches. Empecemos la parte automotriz del argumento. El asunto se remonta muchos años atrás, cuando el tío Gualberto nos reveló que había distintas culturas para acomodarse en un auto: ``¿nos vamos a la mexicana?'', preguntó. Acababa de comprar un Chevrolet de asiento corrido y le parecía magnífico llevar cuatro sobrinos adelante y ninguno atrás. ¡Que otros pueblos se repartieran! Nosotros sabíamos que estar contentos era estar apretados. Durante décadas, los autos mexicanos fueron un pretexto para el adorno. Cualquier exceso decorativo funcionaba, a condición de que ninguno hubiera sido ideado para un coche. Una cabeza de muñeco en la palanca de velocidades, el volante forrado de peluche, flecos de plástico en torno al parabrisas, un alambre con cuentas de plástico arqueado del cofre a la cajuela, una virgen de Guadalupe llena de agua con burbujas para compensar los calzones y las medias en miniatura tendidos en la ventana trasera. Esta pasión museográfica sólo disminuyó cuando los coches chicos desplazaron a las salas de exhibición de ocho cilindros. Es obvio que el mexicano, por independentista que sea, no siempre piensa en la campana de Dolores. Ciertos símbolos necesitan de la lotería, la ardua doctrina o la propaganda de septiembre para volver a nosotros. Y pocas cosas lo hacen sentirse a uno tan mexicano como la aparición de una patrulla. Cuando el conductor escucha la redundancia de la Ley, ``¡oríllese a la orilla!'', siente un pánico primigenio; se sabe mexicano hasta la impotencia. El gusto por viajar adheridos unos a otros y el terror judicial revelan que, al menos sobre ruedas, tenemos identidad patria. Otro emblema nacionalista es la ``cajuela de guantes'', que lleva en el nombre su mayor enigma. En estos lares sólo hemos conocido a una persona con guantes de manejar, un maestro que se pintaba el pelo con jena y juzgaba que la vida tenía sentido porque él hacía 28 minutos a Cuernavaca. Salvo este dudoso ejemplo, no sabemos de otros compatriotas que justifiquen el compartimiento para los guantes. ¿Qué guarda ahí el piloto nacional? No es infrecuente el caso de un amigo que nos prestó su coche con la siguiente advertencia: ``no tengo tarjeta de circulación pero dejé un billete de 50 en la cajuelita''. A la manera de la caja negra de los aviones, nuestros vehículos llevan un recipiente para las soluciones terminales, desde las cuotas de mordida hasta el revólver .38, pasando por las botellas tamaño servibar. Los funcionarios públicos suelen añadir una corbata negra, por si los avatares de la política los desvían a un funeral. Pasemos ahora a un rasgo capitalino. Después de secar el lago y destruir el cielo, hemos decidido que la lluvia no existe. El automovilista promedio ignora el estado de sus limpiavidrios, protege su motor con bolsas de super y combate el vaho con la manga del suéter. Actúa como si el agua no fuera un problema, pero se apendeja a las tres gotas. En la capital de las sequías y las inundaciones, el lago abolido reclama su líquida venganza. Esto nos lleva al nudo de la argumentación: el trato conflictivo que hemos tenido con el agua ha hecho que las cubetas se conviertan en signos de poder. El porta-cubetas es la versión contemporánea del porta-estandarte. Si encuentras un sitio providencial entre un Topaz y un Chevy, seguramente estará ``ocupado'' por una cubeta color sandía. Esto puede significar dos cosas: que el sitio es controlado por un negocio cercano (te puedes quedar ahí si compras un acumulador), o que alguien llegó a apropiarse de un trozo de la república (te puedes quedar ahí si dejas que te laven, te enceren o te abollen de otro modo los golpes de tu coche). Estamos en la zona franca donde la sociedad civil y la economía informal ensayan tácticas que van de atropellar al porta-cubeta a ponchar las llantas de quien usurpa el espacio usurpado. Los tiempos han corregido la expresión del tío Gualberto; viajar ``a la mexicana'' significa llevar a toda la familia adelante y el asiento trasero repleto de cubetas.
|
Tengo varios viejos cuadernos de apuntes. Cuando me siento bloqueado o sin filo, leo hojas al azar de cualquiera de ellos y casi siempre hallo, además de entretenimiento, orientación a mis cavilaciones y medicina a mi desaliento. La razón es que los cuadernos son muy buenos desordenadores. Y pienso que la inspiración muchas veces sopla desordenando. La inventiva es el rompimiento de un orden predecible, que da como resultado un modo fresco, audaz y extraño de ver las cosas. El caos azaroso del cuaderno te avispa para asociar entidades que, al parecer, no tienen nada que ver entre ellas, te permite hallar rutas nuevas que conectan unas cosas con otras, en una palabra, abre el camino a la iluminación reveladora. En una hoja de un viejo cuaderno de apuntes leo: ``Murió mientras dormía, privilegio que Mahoma atribuyó a los justos. ``Rokurota Makabé corre a caballo con el sable levantado a dos brazos, guiando al caballo sólo con las piernas. Su enorme destreza hace de él un héroe. (Habilidad y heroísmo.) Pero ese es el lado instrumental. El tema de La Fortaleza Escondida, en relación a Rokurota, su protagonista, es su lealtad a la princesa. (Lealtad y heroísmo). ``El tema de la película es cómo en su huida la princesa entra en contacto y conoce de primera mano las condiciones de vida de su pueblo y ya no puede ser engañada por sus ministros. ``El ministro falseador, gran personaje de cuento. Salvar la buena voluntad del rey, siempre engañado, para mantener viva la esperanza. Cf. Robin Hood y `el pueblo gemía bajo el peso de los impuestos', hasta que el rey se da cuenta de lo que está pasando. Cf. el rey como esperanza, como ente sagrado. ``La épica. Tema del Cid Campeador es la lealtad al rey, puesta en duda al inicio del poema. Tema de la Ilíada es la lealtad de Aquiles a su amigo Patroclo, cuya muerte, a manos de Héctor, lo hace regresar a la guerra. Pero no sólo lealtad: ``Lealtad más habilidad = héroe épico. Es lealtad, pero poderosa. ``Y podemos verlo al revés: el héroe es habilidad confiable, poder amansado y racional. Cf. Felipe çngeles. ``Cita con el doctor Carlo Pane, martes a las cuatro. ``La manguera, ¿cobra vida cuando le entra el agua? Si la presión es fuerte, hasta baila ella sola.'' La ley del cuaderno de apuntes dice que mientras más breves y embrionarias, mejores las notas. Es decir, hay que resistir la tentación de desarrollar. O de acuñar aforismos. No se trata de eso, no hay que escribir pensando que otros pueden leer tu cuaderno. Eso lo echa todo a perder. El cuaderno debe ser feo, tonto y secreto, porque sólo así puede ser libre y útil. No gobiernes, llena el cuaderno, deja que el azar haga su trabajo. Y el cuaderno no está hecho sólo para registrar tus modestas reflexiones y ocurrencias, sino para anotar frases que oyes, historias o chismes que te cuentan o que lees en los periódicos o donde sea. Abajo de lo que copié hay, por ejemplo, una cita perfecta, concreta, ejemplar. No me acuerdo de dónde la tomé, y dice así: ``He comprobado algo además: un sombrero americano, gris, exactamente igual al que usa Gilbert Roland en Margarita Gautier'', Luis Cernuda. Esta cita, opaca como es, encierra un mundo y un carácter, un modo de ser. Y así la dejé, sin macularla con comentarios. Debajo sólo dice: ``Pachierotti, el célebre castrato de la voz blanca'', dato suelto que no guarda relación con la cita anterior y que tampoco sé de dónde tomé. Hay que ser un vehemente coleccionista de este tipo de datos y ocurrencias, propias y ajenas. En orden a esto, aconsejaba el maestro Stevenson: nunca salgas de tu casa sin libro que leer y cuaderno donde anotar. Los dos son importantes. Uno es el orden, el otro el desorden. De sus bodas nace la invención.
Quizás sea cierto que gracias a las nuevas tecnologías el mundo está viviendo una transformación sin precedentes. Tal vez las fronteras terminarán por disolverse y los Estados como los conocemos se colapsarán ante la pujanza de las comunidades virtuales internacionales. No obstante, como escribe Alejandro Piscitelli ([email protected]) en su libro más reciente, Ciberculturas en la era de las máquinas inteligentes (Paidós, Buenos Aires, 1995): ``No es lo mismo pertenecer a las comunidades virtuales del norte -que se desenchufan por hartazgo- que a las del sur -de las que somos desenchufados por privación.'' En su libro, el filósofo y comunicólogo argentino presenta al lector de habla hispana un catálogo razonado de las fascinantes proezas tecnológicas de la era digital (red, inteligencia artificial, nanotecnología, realidad virtual y tecnoarte, entre otros campos) y ``da pasos en dirección de una descripción compleja de las interdependencias entre los mundos simbólicos y fenomenológicos construidos por los seres humanos''. A pesar de su contagioso entusiasmo, el autor nos obliga a tomar conciencia de que la realidad será virtual en el ciberespacio pero las computadoras, las líneas, las políticas e incluso los usuarios (por lo menos la mayoría) pertenecen a una realidad real tan precaria y anticuada como la que habitaron nuestros abuelos: ``...conviene recordar que las comunidades virtuales se originan en lo físico y deben volver a él''. No obstante, ``darnos cuenta de dónde estamos parados no alcanza. Protestar ingenuamente, tampoco. Necesitamos comprender más para actuar mejor''. Esto se debe en buena medida a que la era digital plantea un fenómeno único: la desaparición del concepto mismo del ser y el estar. ``El fenómeno al que aludimos es un auténtico vaciamiento del lugar, debido a la imposibildad fisiológica y psíquica de determinar dónde y con quién estamos y, por consiguiente, quiénes somos'', escribe Piscitelli.
Inválidos virtuales
La realidad virtual (RV) promete eliminar diferencias físicas (de raza, clase e historia) en un mundo donde se puede ser cualquier cosa. No obstante, en términos prácticos el cibernauta que vive a través de su pantalla-prótesis, se convierte, como escribe Baudrillard, en un inválido motor e incluso cerebral. Piscitelli comenta la ironía que representa que al renunciar a la movilidad se nos ofrece en cambiola promesa de que la RV nos llevará a mundos reales: ``Pero ¿hacía falta dar tantos rodeos para volver al punto de donde no deberíamos haber partido nunca?'' Además, como previene Piscitelli, no podemos caer en la retórica demagógica de quienes pregonan que las RV darán lugar por sí solas a una forma de democracia univeral. En cambio sí es pertinente preguntarse con el autor si las virtualidades ingenuas de hoy (redes académicas, sistemas automatizados de información comercial, cooperación electrónica a distancia, RV) pueden convertirse, debido a la aceleración tecnológica (ese mandato faústico de la modernidad), en las ``pesadillas de mañana (Blade Runner, El vengador del futuro, Robocop)''.
Evaporación de la realidad
La economía está cambiando violentamente, la sociedad se está tranformando (surgen nuevas formas de relaciones humanas) y los flujos transnacionales de información, servicios y bienes virtuales ``cuestionan la noción de soberanía'' y ``corroen la identidad y fortaleza del Estado-nación''. Piscitelli considera que esto equivale a una evaporación de la realidad. No obstante, aún estamos lejos de ver el colapso del viejo orden mundial y más aún de llegar a ser ciudadanos de una utópica ``Gaia, la biosfera, como un todo...''
Atravesando discontinuidades
Piscitelli pone una interrogación a la inescapable caracterización de nuestra era como la de la transición de una economía de producción a una de información. Esta transición se ha dado otras veces en la historia (con la invención de la escritura y la popularización de la imprenta) y nunca ha implicado un reordenamiento social ni de la producción. El filósofo también analiza el significado de ``atravesar la cuarta discontinuidad'' (considerando que la primera separa lo celeste de lo terrestre, la segunda lo animal de lo divino y la tercera lo racional de lo irracional): es decir, resolver los problemas epistemológicos, culturales y sociopolíticos que plantea la aparición de máquinas inteligentes y en particular la potencial simbiosis hombre/máquina que resultará en engendros más-que-humanos. Si por una parte especula en torno a la posible convivencia entre hombres y mentes manufacturadas, el autor cita aquella frase sombría de I.J.Goode: ``La primera de las supermáquinas inteligentes será el último invento humano.'' Difícilmente podemos imaginar al homo sapiens colaborando con los chimpancés, de igual a igual; de manera semejante podemos preguntarnos si las máquinas pensantes del futuro nos considerarán dignos de ser sus colegas.
Naief Yehya
|