MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Peach Melba
A la gran Chaneca
Aquella noche me despertó un estallido mucho más fuerte que los que en ocasiones anteriores me habían arrebatado del sueño. Las voces al otro extremo de la casa eran también más claras. La de mi madre me pareció erizada como el chillido de un gato: ``No soporto más''. Dijo la frase muchas veces, como para no permitirse retroceder ante la decisión que acababa de tomar: ``Me voy''.
La respuesta de mi padre fue una carcajada. Quise hacerme las ilusiones de que todo era un juego entre ellos. Comprendí mi error cuando mi papá dijo: ``Por mí puedes largarte desde ahorita. Andale, ¿qué esperas? ¡Vete!'' Escuché sus pasos y la forma violenta en que abrió la puerta de la recámara. Yo sabía que él estaba esperando que mi madre convirtiera en realidad su amenaza. Sentí mucho miedo. Me incorporé en la cama pero no me atreví a encender la luz. Después oí un portazo y todo volvió a quedar en silencio.
En la mañana, cuando me levanté a desayunar, mi padre ya estaba sentado a la mesa y apenas apartó el periódico para saludarme. En ese breve tiempo alcancé a ver en su barbilla la mancha blanca del cauterizador y en el centro la herida que él se había hecho al rasurarse. Desde la cocina mi madre me preguntó: ``¿Dormiste bien?'' Le mentí y me concentré en la taza de café con leche para no ver sus ojos inflamados y la sonrisa triste con que pretendía ocultarme lo que estaba sucediendo entre ella y mi padre.
En la tarde, cuando volví de la escuela, mi mamá y yo comimos solos. Me ordenó hacer la tarea rápido. Deseaba que la acompañara al centro. ``¿Para qué?'' En vez de contestar metió en una bolsa las carpetas tejidas por ella. Fueron su carta de presentación en las boneterías de 5 de Febrero, donde pretendió venderlas. No lo consiguió ni siquiera explicándoles a las dependientas que su labor estaba hecha con hilo del cien y el ganchillo más fino. Para demostrarlo, en cada intento mostró su índice izquierdo, marcado por las puntas filosas como fizgas. En el último establecimiento a donde entramos fue aún más explícita: ``Usted sabe cómo está la situación: el dinero no alcanza, ahora las mujeres tenemos que trabajar. No busco empleo porque no quiero desatender a mi hijo, todavía está muy chico''. El exceso de sinceridad de mi madre no conmovió a la propietaria de la bonetería. Cuando salimos del almacén me sentí humillado. Para disimularlo, me encerré en un mutismo del que mi madre no logró sacarme ni siquiera cuando entramos en mi sitio predilecto: la heladería de los portales.
Desde la entrada sentí el olor a vainilla, pero no me alegró como otras veces. Luego, cosa rara, mi madre sugirió que ocupáramos una mesa en el tapanco. Nunca antes había elegido ese sitio porque, según me explicó en una ocasión, le chocaba entrar en el refugio de los enamorados. En efecto, aquella tarde encontramos una pareja besándose. Fingí falta de interés y me concentré en mirar las fotos de las especialidades que adornaban las paredes verdes: tres Marías, banana split, hot fudge. Cuando la mesera nos entregó la carta mi mamá ordeno un café americano y me dijo: ``Tú toma lo que quieras''. Pedí un peach Melba. Fue lo primero que vi en el menú plastificado.
No pasó mucho tiempo antes de que la pareja pidiera la cuenta. Era claro que la habíamos incomodado. Cuando nos quedamos solos mi madre dijo: ``Fernando, ¿me quieres?'' La pregunta me sorprendió tanto que solté la cuchara, tintineó contra la copa y apareció la mesera: ``¿Pidió su cuenta?'' Mi mamá lo negó y volvió a interrogarme. Quise decirle que la adoraba pero algo -quizá el ansia con que esperaba mi respuesta- me cohibió. Al cabo de unos minutos mi mamá volvió a su helado como para demostrar que disculpaba mi silencio. Incómodos, nos dedicamos a ver las fotos de las especialidades. Cualquier persona que hubiera subido al tapanco en esos momentos se habría dado cuenta de que nuestra concentración ante los garigoleos del banana split, el hot fudge y el tres Marías ocultaba algo incompatible con el olor a vainilla.
Sentí ganas de llorar. Mi madre advirtió mis esfuerzos por controlarme y me revolvió el cabello. Aquel gesto de ternura que otras veces me había agradado tanto me disgustó. Retrocedí. ``¿Qué te pasa, qué tienes?'' Sin esperar mi respuesta ocultó la cara entre las manos y sollozó. Experimenté un miedo idéntico al que había sentido la noche anterior al oír el estruendo -luego supe que lo había producido un florero al estrellarse contra la pared- y me repegué a la pared. Dejé que mi madre llorara en silencio porque sabía que al final de sus lágrimas estaba la explicación de las discusiones nocturnas con mi padre.
La de la noche anterior había sido la más violenta y de ella quedaba algo más que un florero hecho añicos: miedo a la inminente separación y una tristeza. Me estremecí. Mi madre tocó mi copa y sonrió: ``¿Te parece demasiado fría?'' Entonces yo también me reí, pero no de la ocurrencia sino de ver su cara salpicada con la pelusa blanca de la servilleta que le había servido como pañuelo. Nos abrazamos. Tuve la ilusión de que el mal tiempo estaba pasando. No fue así.
Las discusiones que antes eran sólo nocturnas se dieron en todo momento. El motivo del estallido podía ser algo tan insignificante como la temperatura de un platillo, la desaparición de un periódico, el controlador de la tele. Después ya no necesitaron excusas. Era suficiente con que se encontraran bajo el mismo techo para que se oyera el intercambio de frases insultantes, amargas, brutales que una tarde culminó en un reto de mi padre: ``Si vives tan a disgusto, ¿por qué no te largas? Andale, vete''.
En aquel momento la respuesta de mi mamá me colocó en el centro de la discusión: ``¿Sabes por qué? Por mi hijo, para que nos tenga a los dos''. Mi papá se apoyó en el respaldo de una silla y habló como desde una tribuna: ``¿Crees que soy pendejo o qué? Si te quedas es porque sabes que sin mí te mueres de hambre, chiquita. No sabes hacer nada, ¿quién va a mantenerte? Y mira, ya que estamos hablando con la verdad, te aconsejo que no te hagas ilusiones. No creo que vayas a encontrar otro imbécil que cargue contigo. Si no me crees, nada más asómate al espejo''.
Entonces comprendí las visitas de mi madre a las boneterías de 5 de Febrero: deseaba obtener con sus tejidos dinero suficiente para que viviéramos independientes de mi papá. La pobre no logró interesar a los posibles compradores. Nuestro peregrinaje terminó la última vez que me llevó a la heladería de los portales. Como siempre, el local estaba oloroso a vainilla y en las paredes los únicos adornos eran las fotos de las especialidades. Las contemplé mientras mi madre me explicaba que había decidido llevarme a la casa de mi abuela, donde iba a permanecer mientras ella lograba encontrar algún trabajo en Tijuana o del otro lado. Después, para animarme, habló largamente de lo maravilloso que sería vivir los dos juntos y solos en un país lejano, donde mi padre no pudiera encontrarnos.
Al día siguiente, a la hora del desayuno mi mamá habló de su decisión con mi padre. El apartó el periódico. Otra vez descubrí en su cara el circulito del cauterizador cuando me preguntó: ``¿Quieres irte con tu abuela mientras tu madre se va de puta?'' Vi una jarra volar en el aire, oí el estallido, gritos y después la amenaza que mi papá profirió desde la puerta: ``En la tarde, cuando regrese, no quiero encontrarlos aquí, ¿entienden?''
Comprendimos tan bien que esa tarde nos mudamos. Vivimos los tres juntos hasta que mi madre emprendió el viaje al norte. Mi abuela y yo fuimos a dejarla a la terminal. Allí, antes de abordar el autobús, mi mamá insistió en comprarme un cono de vainilla; lo probó y luego me lo puso entre los labios. Fue como un beso, el último que recibí de su boca. En cuanto a mi papá, me visitó algunas veces, luego se concretó a llamarme por teléfono y al fin se esfumó.
Viví con mi abuela hasta los catorce años. Conversamos poco y nunca acerca de mis padres. Hacia ellos tengo una horrible confusión de sentimientos. Cuando se aclaran y reconozco el peso de su ausencia visito la nevería del portal, subo al tapanco y ordeno un peach Melba. El sabor es idéntico al que percibía de niño; aún adornan las paredes las fotos, algo pálidas, del banana split, el hot fudge y las tres Marías. Las veo y me parece oír la pregunta que una tarde me formuló mi madre: ``¿Me quieres?'' Le contesto en silencio que sí, lástima que ella no pueda escucharme.