La Jornada jueves 25 de septiembre de 1997

Rodolfo F. Peña
La narcolecta

Con entera independencia de las ideas personales respecto de la religión, sea la que fuere, uno quisiera respetar siempre a quienes profesan alguna y a quienes ejercen los ministerios. El tiempo del jacobinismo, que era también un tiempo de intolerancia históricamente explicable, ha quedado atrás. Pero creyentes y pastores, por su parte, tienen la responsabilidad irremisible de hacerse respetar y de ceñirse a las leyes positivas que encuadran su funcionamiento, cuando aquéllas existen. En México ha habido y hay esas leyes. Desde l992, por cierto, una reforma constitucional las hizo más benignas, y la Iglesia les debe observancia.

Cuando se dice Iglesia, sin más aclaraciones, los mexicanos solemos entender que se hace referencia a la católica romana, porque es la que ha protagonizado muchas de las más rudas confrontaciones políticas en la historia del país, hasta que se alcanzó su separación jurídica del Estado, y también porque es la que acoge a la mayoría de la población nacional. Desde muchos años atrás, esa Iglesia había venido demandando, en privado y en público, el reconocimiento de su personalidad jurídica. Ya lo ha obtenido, al igual que el resto de los cultos, con la condición de que cumplan con los requisitos para la obtención del registro constitutivo. Ahora debe atenerse a las normas reglamentarias y a todas las leyes restantes, porque no tiene fuero alguno ni es necesario ni admisible que lo tenga.

¿Recibe o no dinero del narcotráfico, sea para su sostenimiento, sea para obras piadosas? Sí lo ha recibido, según el curioso responsorio por los difuntos del cismo de l985 que pronunció el sacerdote Raúl Soto, que es párroco de la Basílica de Guadalupe y también juez del Tribunal Eclesiástico. No lo ha recibido, según otros miembros de la jerarquía. Quien afirma estaría obligado a probar, si para ello fuera requerido. Pero no ha habido tal requerimiento, pese a que hay una presunción de delito, porque Ausencio Chávez, el católico subsecretario de Gobernación, ha sugerido que la Iglesia se investigue a sí misma, para lo cual quizá tendría que refundar el Tribunal del Santo Oficio o alguna otra audiencia de carácter similar.

Tiene razón sobrada el sacerdote Alberto Athié Gallo cuando sostiene que la tarea de investigar corresponde a la Procuraduría General de la República, y que si en la Iglesia hay alguna acción ilegal, se proceda conforme a la ley. En términos generales, esto es exactamente lo que hay que hacer.

Esa investigación, por lo demás, tendría que hacerse más allá de los registros contables de ingresos, aunque no estaría nada mal conocer esos registros, porque es inconcebible que se tome nota y razón de unos donativos que tendrían que ser por cantidades muy considerables y cuyo origen se sabe ilícito. Pero hay otros procedimientos investigativos que podrían ser eficaces en el caso. La relación entre las autoridades y la Iglesia puede ser confidencial, pero esa confidencialidad no debe extremarse hasta el punto de que se convierta en solapa de comportamientos punibles.

Es cierto que el narcotráfico se ha convertido en una cultura de la muerte y que es tenido oficialmente por una cuestión de seguridad nacional. Y mientras sea un delito, hay que perseguirlo y sancionarlo. Pero no hay que olvidar que hasta hace unos años se le cantaba a la amapola y que el cine y los corridos populares han hecho casi unos héroes de quienes se consagran al tráfico de estupefacientes. Todo esto sume a esa actividad en una cierta ambigüedad moral, de la que darían testimonio muchas personas humildes favorecidas por los capos. Y más cuando no es infrecuente que se descubran complicidades oficiales, cosa que está ocurriendo ahora mismo con algunos militares y políticos. En sí, el dinero ni huele ni pinta ni revela su origen. Pero hay que ser muy ingenuo para no sospechar siquiera del origen de un donativo cuando éste es por grandes sumas y se exige el anonimato del donante, excepto para quien recibe. En cualquier caso, sobre la producción, distribución y consumo de la droga, lo mejor, seguramente, sería su legalización, como sucede con el alcohol y el tabaco. A menos que haya ya tal narcodependencia financiera que sea imposible la legalización sin producir catástrofes económicas. En este caso, el espectacular combate a la droga, la legislación penal sobre la materia... y las acusaciones a la Iglesia, serían una pura hipocresía.