Jesusa Rodríguez tiene un nuevo acercamiento al teatro, que combina de manera óptima con su estilo de teatro bar, al fundar La Chinga (en abierta alusión a La Chunga, de Vargas Llosa, con lo que mantiene la tradición paródica del viejo género chico) Compañía de Comedia Mexicana. La teatrista realiza un experimento por demás interesante al unir la commedia dell'arte con las litografías mexicanas del siglo XIX y principios del XX. Sabido es que en la commedia... --que todavía subsiste en Italia como reliquia de lo que fue en el Renacimiento-- las improvisaciones de los actores se hacían sobre una línea argumental o canevá, que esas improvisaciones servían de mucho para escapar a la censura política o religiosa (lo que a Jesusa tiene sin cuidado, como nos consta a todos), que el uso de máscaras ayudó a fijar personajes prototípicos, que fue un arte libre y popular, bastante indecente al decir de públicos historiadores del teatro, entre otras cosas, aunque en su decadencia perdiera espontaneidad y gracia.
Los integrantes de esta nueva compañía tuvieron un periodo de entrenamiento con el maestro en comedia del arte, Esteban Roel, pero sustituyen a las antiguas máscaras italianas con otras --debidas, como el vestuario, a Sheila Goloborotko-- tomadas de las litografías mencionadas. Jesusa Rodríguez no busca una recreación literal e histórica; si El hijo del Ahuizote amenaza con borrar a todos los personajes, no es porque éstos aparecieran en ese periódico --incluso se presenta a un personaje literario, don Catrín de la Fachenda con base en la ilustración anónima de la edición del libro de Joaquín Fernández de Lizardi--, sino porque la nueva máscara mexicana representa al periodista perseguido y reprimido, en ese momento muy decepcionado.
La idea explícita de Jesusa Rodríguez es armar un espectáculo diferente día con día, de acuerdo con las propuestas que el público haga a través de los sucesos de actualidad, que den encabezados de diferentes periódicos y siguiendo los lineamientos de la improvisación. Ignoro qué tanto pueda lograrse: yo asistí al día siguiente del estreno y un público poco participante no sugirió tema alguno, por lo que fue inducido por la propia directora --en su papel de El hijo del Ahuizote-- a elegir el tema de los indocumentados. Es probable que algunos momentos se conserven y se adapten a cualquier trama, como el gracioso relato que hace doña Caralampia Mondongo (Tito Vasconcelos) de su lección de sexología. De cualquier modo, el tema de los inmigrantes se enlazó con la sátira política y con la nota roja, que ilustraran los viejos litógrafos y que hoy se unen de modo escalofriante.
A diferencia de la antiquísima comedia italiana, La Chinga desarrolla sus acciones paralelas en muchos supuestos escenarios --la embajada estadunidense, la Cámara de Diputados, Palacio Nacional (o Los Pinos), exteriores e interiores de la colonia Buenos Aires, la casa de doña Caralampia--. No falta una balsa a la deriva que sirve para implementar una escena didáctica con reminiscencias brechtianas. La escenografía única (una especie de tienda que recuerda los Aguascalientes zapatistas y que viajó a Cuicuilco) diseñada por Carlos Trejo, se cambia mediante la disposición de unas sillas o la colocación de la bandera estadunidense. En ella vemos desfilar, junto a los mencionados El hijo del Ahuizote y doña Caralampia, a don Catrín de la Fachenda (Diego Jáuregui), La Jamona o La vieja remilgada (Bibiana Goday), El Dictador (Jesusa Rodríguez), El Maromero (Clarissa Maheiros), El Lépero (Andrés Loewe), El Pelado (Diego Luna) y La China (Edwarda Gurrola). La música en vivo, de la época, se debe a una investigación de Liliana Felipe.
Es muy posible que todavía falte tiempo para que el nuevo proyecto de Jesusa Rodríguez madure del todo, pero su intención de búsqueda resulta refrescante. Sobre todo si se le compara con otro estreno simultáneo, Una comedia a la antigua, deliciosa obra de Aléxei Arbúzov, que no nos sonaría tan ``a la antigua'' si no fuera por la dirección de Evgueni Lázariev quien, pese a su impresionante curriculum, presenta un montaje anticuado y poco imaginativo: los oscuros, larguísimos, en que los tramoyas corren para acomodar una mesa y dos sillas en diferentes puntos del escenario, las proyecciones --ni excepcionales ni bien colocadas-- y los increíbles viejos actuados por jóvenes. Ni siquiera el talento de Margarita Sanz logra salvar el escollo. Es linda, en cambio, la manera en que los dos actores reciben el aplauso; quizás por ello, y porque el director es extranjero, el público aplaude de pie.