Gilberto Guevara Niebla
La moral de la revolución

No pocos problemas del presente (como la corrupción, el irrespeto por las leyes, la violencia social, los prejuicios racistas, etcétera) hacen dudar del vigor que la moral tiene entre nosotros y nos conducen a interrogarnos sobre la formación ética de los mexicanos. El problema es complejo, pero tal vez podamos acercanos a él desde un ángulo particular: el de la escuela.

¿Cuál fue, me pregunto, la moral que la escuela de la Revolución Mexicana promovió entre los niños mexicanos a lo largo de este siglo? La moral era asignatura importante dentro del currículum de la escuela elemental de fines del siglo XIX y principio del XX, pero desapareció progresivamente después de la revolución. No fue sustituida por el civismo, que ya existía, simplemente se le eliminó de los planes de estudio, aunque en ciertos estados sobrevivió durante algún tiempo (la historia de la asignatura se puede rastrear en Tendencias educativas oficiales de Ernesto Meneses).

La diferencia entre moral y civismo es muy importante. La moral apunta a la formación de la persona: trata de promover en el alumno hábitos, capacidad de juicio, valores, actitudes y conductas específicas. En cambio, el objeto del civismo lo constituyen la sociedad y las instituciones sociales. Si decimos que la escuela mexicana a lo largo del siglo (o, más precisamente: en la época posrevolucionaria) no enseño la asignatura moral, no queremos decir con ello que no transmitió reglas, actitudes, valores, formas de juzgar y de actuar. Sin embargo, la ausencia de la asignatura en el currículum de la escuela primaria, secundaria y normal supuso, necesariamente, la ausencia en la escuela de una actividad sistemática para la promoción de virtudes como la honestidad, el amor a la verdad, el respeto por el otro, la tolerancia, etcétera.

Con el fin de ilustrar lo que digo, citaré el contenido de dos libros que se usaron en México a principios de siglo.

El contenido de la Moral práctica de Barrau (1903) se divide en dos partes: a) los deberes del hombre para consigo mismo (perfección moral, desinterés, modestia, paciencia, valor, discreción, etcétera) y b) los deberes del hombre para con los demás (justicia, fidelidad, sinceridad, generosidad, bondad, etcétera). En cambio, en la Educación Cívica de Climent Terrer (1920), sólo se hace referencia al individuo, la familia, la escuela, el municipio, la nación, la administración de justicia, etcétera.

En términos generales, la pedagogía de la Revolución Mexicana puso el acento en la sociedad y lo social (el civismo) y descuidó al individuo y lo individual (la moral). De hecho, el pensamiento revolucionario mexicano --a semejanza de los países socialistas-- fue acentuadamente antiindividualista y esta postura se reflejó claramente en las aulas. Si uno revisa los libros de texto escolares de 1920 a 1940, en ellos abundan las imágenes y alusiones al pueblo, al proletariado, al campesinado, a la clase obrera, y las representaciones de categorías sociales: el campesino, el obrero, la empleada.

No es fácil encontrar en esos libros alusiones al ciudadano y no tendría porqué haberlas toda vez que sabemos que la Revolución Mexicana no produjo como resultado un Estado democrático sino una suerte de Estado fuerte, autoritario, de carácter populista. El abandono de la moral como asignatura, desde luego, no significó que la escuela dejara de fomentar determinados valores. Algunos, los valores de la Revolución, fueron fomentados intencionalmente en las clases de civismo, en las lecciones de Historia, en los Lunes Cívicos y otras ceremonias escolares. Otros eran adquiridos de forma espontánea, en la práctica escolar diaria: la moral se aprendía a través de la conducta ejemplar de sus maestros, observando a sus compañeros y en la participación dentro de la vida colectiva de la escuela (hoy se identifica este aprendizaje con currículum oculto).

Si fuera necesario condensar, corriendo el riesgo de simplificar, diríamos que la Revolución Mexicana otorgó prioridad en la escuela a valores como el patriotismo y la justicia, en cambio, atendió poco al valor libertad. Esto es cierto desde el punto de vista formal (se deduce de libros y programas). Sin embargo, si se analizan los procedimientos de transmisión o promoción de valores tendríamos que (excepto en los casos en que se aplicó la pedagogía de la acción de John Dewey) la escuela de la Revolución --como sucedía también en los países socialistas-- apelaba, para transmitir esos valores, a métodos heterónomos, basados en la exhortación, el discurso o la indoctrinación, es decir, se partía de concebir al alumno como un ser en proceso de adaptación a una cultura preexistente y no como un sujeto con capacidad para intervenir en la creación o generación de valores. Tal era, aproximadamente, la visión del alumno que dominó a lo largo de este siglo.