Margo Glantz
La nueva geografía amorosa

Acaba de salir el número 5 de Fractal, revista trimestral dirigida por Ilán Semo. Me interesa su composición y me intrigan sus artículos: un texto de Monsiváis sobre dossier intitulado ``La reforma del amor'', con dos artículos traducidos del alemán aparecidos en la revista Der Spiegel.

``Hace 20 años --dice Claudius Seidl--, los migrantes entre sexo y sexo eran rechazados públicamente y condenados a la clandestinidad. Quienes se dedicaban al estudio de la sexualidad ni siquiera prestaban atención a este extravío que --según la opinión más compartida-- se había quedado a mitad del camino antes de salir del clóset. En los ochenta, lo marginal se convirtió inesperadamente en un foco de atención. El sida empezó a devastar a la población homosexual de Estados Unidos y la bisexualidad se convirtió para la opinión pública en una amenaza general. Los epidemiólogos estaban convencidos de que la población bisexual acabaría por contagiar de sida a la heterosexual''. En 20 años las cosas han cambiado de manera espectacular y no sólo porque el problema del sida ha modificado el concepto de sexualidad y desenmascarado las hipocresías de la moralidad tradicional, como se ha visto recientemente en México, sino porque se ha alterado el orden mismo de la sexualidad, es decir, como subraya el articulista, ``la demanda central es el reconocimiento de la bisexualidad como una práctica que al igual que la hetero y la homosexualidad posee, según sus defensores, un carácter propio''.

Por su parte Annette Meyhšfer analiza lo que llama ``la nueva geografía de los géneros'', y al hacerlo revisa categorías sexuales muy diversas, además de las modas y sus cortísimas vigencias, el nuevo lenguaje del amor y sus rapidísimas transformaciones, el lesbian chic se desplaza para abrirles paso a las lesbianas masculinas o a las lesbianas femeninas, o a las lesbianas glamorosas o a las lesbianas fresas que se van poniendo alternativamente de moda en las grandes capitales hasta llegar a una moda que aún prevalece, la moda andrógina, con lo que damos la vuelta en el tiempo y volvemos a Platón.

Estas modas, estas transmigraciones sexuales se han convertido casi en un lugar común y todos los medios las acogen, aparecen en películas, en telenovelas, en los periódicos, en las revistas y los diseñadores eligen modelos que representen esta peculiaridad, una peculiaridad en donde la adroginia y la anorexia suelen ser predominantes. Modas que también han entrado en la academia: en las universidades estadunidenses proliferan dentro de la más estricta corrección política los estudios sobre el género y, claro, los que analizan las políticas sexuales.

Por eso me parece significativo un ensayo que apareció hace meses en el New York Book Review en donde se reseñan varios libros recientes sobre Thomas Mann, ya descalificado hacia el final de la guerra por algunos críticos estadunidenses como aburrido u obsoleto, borrado por Harry Levin de su curso en la Universidad de Harvard, y sustituido por Kafka.

Ese Mann, además perseguido por el macartismo es ahora reivindicado sobre todo por su vida privada que desenmascara, dice Gordon Craig --autor del ensayo--, la imagen que el propio autor había construido sobre sí mismo, una imagen sin fisuras: el hombre de genio, el escritor ideal, el hombre ejemplar.

No, lo que para algunos de esos estudiosos importa es la sexualidad de Thomas Mann, y Haymann --uno de los autores reseñados-- lo considera como el primero que le dio voz a esa revolución sexual, el primero que advirtió que había una nueva geografía de los géneros.