Las severas críticas y los cuestionamientos que suscitó entre los miembros de todas las bancadas de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal la comparecencia del titular de Seguridad Pública, general Enrique Salgado Cordero -y que son, a fin de cuentas, la representación de las masivas y constantes voces de irritación y desacuerdo sobre el manejo de la seguridad pública en la urbe- refieren el fracaso de la política del gobierno capitalino en materia de seguridad, combate a la delincuencia y depuración de las corporaciones policiales.
Los principales ejes de la estrategia seguida por el gobierno del DF en estos ámbitos han sido la militarización de las corporaciones policiales, la pretensión de dotarlas de poderes extraordinarios y el afán de justificar la necesidad de llevar las acciones de autoridad más allá de los límites de su marco legal. De esta forma, más que aumentar la severidad en el combate a la delincuencia, se ha dado lugar a frecuentes y graves violaciones de las garantías constitucionales y los derechos humanos de la población. Tales políticas han demostrado su ineficacia, pues no se ha conseguido con ellas erradicar la corrupción de cuadros policiacos y la complicidad de muchos de éstos con los delincuentes, ni abatir los alarmantes índices de criminalidad. Por el contrario, los operativos han dado pie a amenazas adicionales para la seguridad de ciudadanos inocentes y se han traducido en acciones violatorias de garantías como la inviolabilidad del domicilio, la libertad de tránsito y la premisa de inocencia salvo flagrancia o prueba en contrario. Asimismo, estas movilizaciones intimidatorias han generado circunstancias en las cuales se han cometido múltiples abusos e incluso crímenes, como las recientes ejecuciones extrajudiciales de tres jóvenes.
En este contexto, las declaraciones formuladas por Salgado Cordero en su comparecencia de ayer en el sentido de que de suspenderse estos operativos sería necesario establecer, ante el avance de la delincuencia, el toque de queda en las zonas de mayor actividad criminal, resultan totalmente improcedentes e inaceptables, ya que tal medida constituiría un nuevo e injustificable atentado contra los derechos y las garantías de la población, generaría graves riesgos de descomposición social e introduciría mayores factores de temor, inseguridad y malestar en la urbe. No puede pasar inadvertido el tono de amenaza a la sociedad o, peor aún, de chantaje, presente en esta improcedente disyuntiva planteada por Salgado.
Por añadidura, al interior de la policía, la política de Salgado no sólo no se ha traducido en la moralización y el abatimiento de la corrupción, la impunidad y la complicidad de los agentes con grupos criminales, sino que ha dado lugar a graves conflictos, descontentos e insubordinaciones y, con ello, a un mayor deterioro de la seguridad pública. Ante estos hechos lamentables, se ahonda la animadversión y la desconfianza de la población ante las corporaciones policiales y crece en la sociedad la convicción de que la corrupción y el descontrol que existe en éstas es el principal ingrediente del auge delictivo.
El rechazo y la crítica de los legisladores a los planteamientos de Salgado deben entenderse como una expresión puntual del enojo de los capitalinos ante la forma en que se ha dirigido y administrado la policía. Toda vez que los integrantes de la Asamblea Legislativa son depositarios de la voluntad popular expresada el pasado 6 de julio -proceso electoral en el cual los ciudadanos rechazaron mayoritariamente la forma como se ha gobernado al DF-, las autoridades capitalinas deben abstenerse de asumir actitudes poco receptivas y sensibles, y de formular falsas disyuntivas y escenarios catastróficos -como lo sería la implantación del toque de queda-, expresiones que enrarecen el ambiente político, aumentan la crispación ciudadana y contribuyen, a fin de cuentas, a deteriorar la convivencia en la metrópoli.