En días recientes, destacados integrantes de la jerarquía eclesiástica católica han exhibido conductas erráticas, altisonantes y agresivas. Un ejemplo de ello es el conjunto de afirmaciones poco convincentes y coherentes, amén de contradictorias entre sí, formuladas por líderes del catolicismo con respecto a los nexos que pudieran existir entre el narcotráfico y diversos sectores eclesiásticos, así como la falta de una postura clara e inequívoca, por parte del Episcopado, en torno a esa actividad delictiva. Otro síntoma preocupante es la ríspida actitud contra los medios de información asumida por el arzobispo Norberto Rivera Carrera, quien tras protagonizar una gresca con reporteros el sábado pasado, acusó ayer a los medios de cometer agresiones ``más violentas y de mayor trascendencia que la violencia que vivimos en nuestras calles''.
Estos asuntos parecen ser indicativos de la existencia, en el seno de la dirigencia católica mexicana, de un desencuentro con las realidades contemporáneas del país y del mundo, así como de una incapacidad para entender y asimilar tales realidades.
En el contexto nacional hemos asistido, en tiempos recientes, a una nueva actitud social frente a instituciones que, hasta hace muy poco, resultaban intocables y ajenas al escrutinio público: el Ejército, la Presidencia, las iglesias, el Poder Judicial, entre otras. Los innegables avances experimentados por la democratización y la cultura ciudadana en el país conducen, inexorablemente, al fin de las viejas actitudes reverenciales hacia poderes públicos y espirituales, así como a la generalizada demanda de transparencia e información en todos los terrenos de la vida institucional del país, de la cual no escapa la Iglesia católica.
A este afán social por conocer lo que ocurre en ámbitos que antaño podían desenvolverse en el secreto y a espaldas de la gente debe agregarse el impacto de tendencias mundiales que, para bien o para mal, marcan nuestro tiempo: la globalización, la revolución de las telecomunicaciones y la informática, la emergencia de núcleos de poder económico, la apertura comercial, las concepciones de respeto a la diversidad y la pluralidad social y moral de la humanidad, el reconocimiento a los derechos de minorías y grupos sociales, el resurgimiento de los nacionalismos y regionalismos, los fenómenos migratorios, las contaminaciones culturales, la expansión de la presencia y del poderío de las organizaciones delictivas internacionales.
Ninguna entidad pública o privada, laica o religiosa, puede pretender permanecer al margen de los beneficios o de los riesgos que tales fenómenos implican. Sin embargo, a juzgar por sus actitudes, los jerarcas católicos de nuestro país parecieran no estar preparados para entender y afrontar estas y otras realidades contemporáneas. Sólo así puede entenderse que el arzobispo capitalino haya interpretado las preguntas de la prensa como si se tratara de acciones ofensivas e inadmisibles, y que haya respondido a ellas, un día después, con un exabrupto calumnioso contra los medios; sólo un desencuentro con la realidad permite explicar que el canónigo de la Basílica, Raúl Soto Vázquez, admita tácitamente la posibilidad de que la Iglesia católica haya recibido financiamiento procedente del narcotráfico, compare esa situación con las confiscaciones de bienes de los delincuentes por parte de las autoridades y pretenda, de esa forma, poner en un mismo nivel a su organización religiosa con el Estado. A este intento por ignorar que la Iglesia católica dejó de ser un poder constituido en el país hace siglo y medio, el teólogo agregó la pretensión de justificar con argumentos de la moral caritativa posibles hechos delictivos, es decir, de trastocar los ámbitos de la moralidad y la legalidad.
Esta serie de traspiés debiera llevar a la jerarquía eclesiástica católica a revisar, por su propio beneficio, sus nociones generales, a poner al día su conocimiento del mundo y del país, y a formular actitudes más armónicas con el presente. En aras de mantenerse dentro de la legalidad nacional y de tener un buen desempeño en el cada vez más concurrido mercado de ofertas espirituales, sería saludable también que la Iglesia católica acatara el exhorto del subsecretario de Gobernación, Ausencio Chávez, y revisara detalladamente sus finanzas para detectar posibles aportaciones de dineros ilegales a sus arcas.
Por su parte, las autoridades tienen el deber de investigar a fondo, y hasta sus últimas consecuencias, la posibilidad de que el narcotráfico haya canalizado recursos a organizaciones religiosas de cualquier signo y, en su caso, de perseguir y sancionar a los responsables, sin importar rango, preeminencia pública o confesión.