La Jornada Semanal, 21 de septiembre de 1997
Claudio Magris ha sido uno de los principales interlocutores entre la cultura alemana y la italiana. Su novela El Danubio y sus numerosos ensayos documentan esta pasión. Marco Antonio Campos, que en enero nos entregó una sugerente conversación con Magris, ha traducido este ensayo sobre un escenario privilegiado de la cutura triestina.
Hablar de los propietarios y ex propietarios o gestores del café, es como hablar de soberanos de antiguas dinastías. Marco Lovrinovich, de Fontana d'Orsera, que abría tratorías y depósitos de vino como otros escriben versos o pintan paisajes, inaugura el café el 3 de enero de 1914, donde estaba antes la Lechería Central Trifolium, con el establo para las vacas lecheras. Dice que lo llamó oficialmente San Marco como homenaje a su propio nombre, y aprovechó para repetir hasta en la decoración de las sillas la efigie del león veneciano, símbolo de italianidad y del irredentismo.* Tal vez estaba convencido, por debajo, que aun aquel alado león fuese un homenaje a su nombre de pila. Nadie llega a 94 años como él sin tener íntimamente la convicción de ser el centro del mundo.
Sin embargo, entre sus mesas alguien ha muerto joven y solo, devastado por el desequilibrio entre su alma y el mundo, que no se creó, ciertamente, a su medida (aquel joven siempre algo sudoroso, por ejemplo, que daba vueltas como una bestia husmeante y tenía en los ojos la conciencia de estar ya entre los colmillos del tigre). Llegaba todas las tardes, cargado de hojas, las iba llenando una tras otra y se las llevaba siempre consigo, hasta que un día ya no se le vio: la noche anterior se había arrojado al patio.
Los cafés son asimismo una suerte de hospicio para los indigentes del corazón, y los propietarios de cafés, como Lovrinovich, son benefactores que le ofrecen un abrigo provisorio contra la intemperie, como los fundadores de asilos lo son para los que no tienen techo, y aun es justo que aprovechen, y ganen gloria patriótica, como Lovrinovich, después de la devastación del San Marco y de su detención en la barraca de castigo austriaca, en Liebeneau, cerca de Graz, donde los austriacos lo habían mandado porque se había inyectado el tracoma en ambos ojos para no alistarse como soldado contra Italia.
Entre los diversos propietarios surgen las hermanas Stock, menudas e inexorables. Se recuerda también a una encargada temporal del bar, de cabellos rubios descoloridos, y cada tanto se cita la ocasión en que un gigantesco borracho, a quien ella negaba un último whisky, la amenazaba alzando como una pajita, con fines de demostración, la pesadísima máquina del café sobre el mostrador y la dejaba caer de nuevo fragorosamente, mientras los parroquianos más próximos -entre ellos uno, ya preparado para escribir sobre la mesa habitual pero funestamente próximo al mostrador- se miraban entre sí atemorizados, esperando que tocara a otro sacrificarse con nobleza para impedir la carnicería de la mujer. Por fin el gigante se arrojó sobre ella, quien sacando de un cajón una pequeña hacha, brincó sobre él lista para hundírsela en el cuello. El voluntarioso cliente, quien se había alzado vacilante de su mesa, henchida de papeles, y que iba yendo lo más lentamente que podía al encuentro del furibundo coloso, logró felizmente detener con energía a la encargada, apretándole y torciéndole el pulso de la mano con la que blandía la pequeña hacha, y salvó así la vida del joven impulsivo.
Pese a ser uno de los pocos sitios en Trieste donde se ve a bastantes jóvenes, el San Marco es un lifting de la existencia y parece trazar sobre los rostros de los habitués ese vigor envejecido y decoroso que, periódicamente, las remodelaciones confieren a su moblaje. El Mefistófeles triestino es un demonio burgués y prudente; el rejuvenecimiento que da a los adornos que están por desmenuzarse y a los muros marcados por grietas como un rostro por las arrugas, muestra una noble y vigorosa edad adulta, y no la tempestuosa e imprevisible juventud de Fausto, la cual arruina Margarita: el charme del profesor que concluye en la cama la seducción de la alumna iniciada austeramente en el aula, un pequeño malentendido que pronto se disipa.
La tarea regeneradora, en lo que concierne a locales, es a menudo desarrollada por las Aseguradoras Generales, las cuales vuelven a dar a palacios y cafés triestinos la belleza ordenada y misteriosa de la florida ciudad burguesa de un tiempo. El retrato del escritor que pasa en el San Marco buena parte de su vida, recibiendo incluso el correo y a visitantes que le preguntan por algo de la floreciente y perdida ciudad de antaño, que él, por lo demás, sólo conoce de oídas por chismes y nostalgias ajenas -ese retrato, pintado por Valerio Cagia, se encuentra colgado en la pared de la izquierda para quien entra, de frente a la gaveta de vidrio con los letreros dedicados de los frecuentadores ilustres-, podría ser sustituido, con buenas razones, por el viejo retrato dieciochesco de Masino Levi, funcionario de aseguradoras, que se halla en el foyer del Politeama Rossetti, adyacente al Jardín Público: de chaleco, con un papel en una mano y la pluma de oca en la otra, y una discreta y elusiva sonrisa hebraica sobre los labios. Un Mefistófeles asegurador de la vida, y garante, con un tanto de póliza, de una sanguínea edad adulta, por la que vale la pena firmar y cederle el alma.
Aquella edad adulta, o aun mayor, ofrece por lo demás buenas chances tardías o gozables revanchas. En algunos atardeceres, el sol enciende las anchas, doradas hojas de café que engastan los medallones sobre las paredes; la luz que se aleja ahonda el espejo a las espaldas de la mesita en un lago de sombra encerrado por luces resplandecientes, últimos rayos de un sol que en la lejanía pierde fulgor y tramonta sobre el mar. Sobre las caras semisumergidas en las aguas oscuras del vidrio reverbera una nostalgia de claridad marina, la insidiosa reclamación por la vida verdadera. Pero pronto se le hace callar, si es demasiado insistente. Cuando, en un cierto periodo, algunos clientes asiduos que frecuentan también la sinagoga adyacente, no se dejan ya ver y desaparecen uno tras otro de sus mesas habituales, casi nadie, ni siquiera aquel a quien hasta hace poco le gustaba platicar con la gente que salía del templo y venía a solazarse al café, formula preguntas indiscretas sobre su ausencia.
En el café, el aire es velado y protege de las lontananzas. Ninguna ráfaga abre de par en par el horizonte y el rojo del atardecer y el vino en el vaso. Por ejemplo, el señor Crepaz no lamenta de hecho su juventud, sino que apenas la está ahora retocando y poniéndola en su lugar, como un cuadro no logrado pero perfeccionable. De joven, con las mujeres, nunca le fue bien. Por favor, ningún drama: simplemente poco o nada. Cuando de muchacho se encontraban todos juntos en el cine veraniego del Jardín Público, a pocos centenares de metros del café San Marco, las muchachas eran amables y se ponían contentas si estaba él, pero cuando en la pantalla se veía el mar blanco y sombrío del Bounty, con su cándida espuma y olas negras, de un negro profundo como la noche que parecía azul, y en torno todo era frescura y oscuridad y rumores entre las hojas, y los ojos de las muchachas refulgían, y una tierna risa en la sombra era promesa de felicidad, sentía entonces que todo aquello no se había hecho para él. Lo sentía en la molestia de su cuerpo, que era una barrera entre él y aquellos brazos morenos que al momento de ir a casa se le arrojaban al cuello, pero era distinto a lo que sucedía con respecto a los otros: sólo una mano estrechada en la oscuridad.
Así había sido más o menos casi siempre, o si se quiere, a menudo. En vano había pasado junto a esas bellezas que se abrían como flores en el agua. El arte de poner una mano sobre otra había quedado como una iniciación desconocida, hasta que una vez, después de muchos años, había vuelto a ver a Laura, bellísima aun en la marchitación que ya se anunciaba en las arrugas del rostro y en los senos derramándose. De repente ella lo había mirado de un modo distinto, y todo se liberó, y se volvió muy fácil. ``Eres muy amargo'', le dijo meses después en el lecho Clara, quien había sido su compañera de banca, mientras le echaba sobre el rostro la onda de cabellos negros espesos como antaño, si bien aquí y allá estriados de blanco.
Y así su vida había cambiado. No que se hubiese convertido en un mujeriego; todo lo contrario. l era fiel, le interesaban sólo las mujeres que en la juventud había deseado en vano y quería saldar las cuentas. Había comenzado con una búsqueda metódica; las compañeras lo habían dejado atrás, pero él había tomado la carrera de obstáculos y había alcanzado a más de una. Lentamente las cosas se recomponían, se reajustaban. Recobraba aquella inútil y destructiva jornada con María en el mar, aquella incolmable lejanía que había sentido entonces dándole la mano para ayudarla a subir el escollo; corregía aquella comida en la que Luisa, con sus ojos oblicuos e irredentos, había mirado sólo a Giorgio, mientras ahora sus dedos mórbidos y un poco rollizos, que sabían encender tan bien el deseo, eran para él.
Poco a poco iba retrocediendo más, hasta aquella niña de calcetas blancas en la explanada de las bicicletas del Jardín Público, que fastidiada le había ordenado poner en su lugar algo en la rueda, y luego se había ido como flecha sin mirarlo, pero que ahora, con su ávida e imperiosa boca, era una odalisca como para dar envidia a la hermosa hija que había tenido con uno de los afortunados de entonces, pero que el divorcio ya había quitado de en medio.
Luego estaban las señoras por las que había sufrido en un tiempo aún más lejano, las amigas de su madre y las madres de sus amigos, elegantes y perfumadas, que tomaban de la mano y se divertían siempre con los demás, besándolos y acariciándolos en las mejillas o poniéndoles en la boca un chocolatito, empujándolo aún entre los labios con el dedo de la uña lacada. A propósito de esto, corría incluso el rumor -pero en el café se exagera con facilidad- de que se había acostado hacía poco con la señora Tauber, tal vez la cabeza de origen de su serie, que casi cincuenta años antes había sido una auténtica belleza y que todavía ahora tenía una nariz impertinente, que le pertenecía por derecho. Pero él, como un caballero, no comentaba nada, porque era una señora conocida y a veces venía al café con las escasas amigas que le iban quedando.
En una mesa del fondo a la derecha, para quien entra, se sienta desde hace años Giorgio Voghera, probado protagonista e hipotético autor de Secreto, desagradable y encantadora obra maestra, obstinada y destructiva geometría de la renuncia, un libro escrito contra la vida pero que relampaguea de ella toda la seducción. Junto a Voghera hay primas afables (escritoras también de calidad), viejos amigos que no piden nada, aspirantes a escritores que se aferran a la vieja gloria literaria, periodistas que repiten cada dos o tres meses las mismas preguntas sobre Trieste, estudiantes en busca de tesis, algún estudioso que llega desde lejos olfateando tal vez un próximo banquete de inéditos. Piero Kern, maestro de literatura oral y ejemplar protegido por la gran burguesía cosmopolita triestina en vías de extinción y que acaso nunca existió, cuenta de una rapiña sufrida en una agencia de viajes a Río de Janeiro, estigmatizando el escaso profesionalismo de los ladrones, pero en especial el indecoroso comportamiento de un gordo estadunidense, quien fue también víctima.
Voghera escucha con bondad, paciente y distraído, dejando que sus palabras y las de los otros resbalen en la gran indiferencia del universo. Aquellos ojos acuosos y celestes han visto la otra parte de la vida, su reverso, y dejan vagar una mirada dulce entre las mesas. ``En el fondo soy optimista'', gusta decir, ``porque las cosas terminan siempre peor que mis lúgubres previsiones.'' Ha atravesado catástrofes históricas e infiernos personales, junto a abismos en los cuales, especialmente de joven, debe haberle sido difícil no ser tragado.
No es fácil estar en el desierto, fuera o lejos de la Tierra Prometida. En el desierto no sólo hay las grandes tempestades de arena, el poderoso viento que perturba y arrastra lejos; hay insidias más venenosas: los granitos que atacan por dondequiera y quitan el aire a la piel, la sequedad que diseca el cuerpo y reseca también las linfas del alma. Tal vez de joven, antes de llegar a la indulgencia por la inadaptación propia y la ajena, Voghera debió haber sido difícil de soportar, un profesor odioso que rechaza la vida inexacta y aproximada. Pero su sintaxis es límpida y llana, obstinadamente honesta, un hilo de Ariadna que recorre el laberinto sin anudarse y que teje implacable la imagen de una realidad casual, dolorosa, grotesca.
En esta prosa, Voghera escribe su caleidoscopio: celebra las virtudes inútiles de un universo de los empleados, y con precisión metódica y asiduidad dedicadas a la nada, describe el proceso de antiselección ética que lleva irremediablemente a los peores al puente de mando de la sociedad y de la historia, relata sobre ciencias que se aventuran en los meandros del alma, como el psicoanálisis, develando verdades tortuosas que pronto se vuelven banales y crueles equívocos en la comedia de la existencia, evoca los años del exilio y la guerra en Palestina, una guerra que para él fue sobre todo paciencia y grave fatiga. Su mirada sobre el mundo, desencantada y henchida de piedad, parece provenir de otro planeta; la contemplación del caos arranca fes e ilusiones pero no las buenas maneras, la pulcritud de estilo y ese melancólico respeto decimonónico que es una de las formas de la bondad.
``Lo sé, sé que en este mundo todos tienen mucho por hacer'', murmura Voghera, como si él mismo no perteneciese al mundo. A menudo, pese a los achaques y a los años, que son ya tantos, va a hacer compañía a una despótica escritora anciana, olvidada por todos, que lo entretiene por horas, agrediéndolo y maltratándolo, porque es la última víctima que le queda. ``¿Qué quieren que les diga?'', explica casi disculpándose, ``sé lo que significa la soledad, estar solos y ser olvidados... Aparte, ella, una vez, trató bien a mis padres -aun si, en verdad, a este respecto, en fin, eso no tiene importancia. Pero sobre todo es porque, si no voy a su casa, me habla por teléfono y me lanza un rollo que no termina nunca y me cansa mucho más...'' De vez en cuando, en la noche, en la casa de descanso judía donde reside, una vieja vecina de cuarto, desmemoriada, se equivoca de estancia, entra en la suya y se sienta a veces por horas en su cama. ``Aun si hubiera sucedido hace cincuenta años'', comenta, ``habría sido la misma cosa...''
Dios no deja de cubrir de llagas a Job y Voghera guarda de eso el registro. Nostra Signora Morte (Nuestra Señora Muerte), libro discutible pero también inolvidable, es el diario de los decesos a los que ha asistido: de su padre, de su madre, de la tía Leticia, del amigo Paolo, de la prima Cecilia. La Trieste hebraica, de la que es testigo y tal vez su último cronista, sale a escena, con una aparición tras otra, en las últimas horas de muchas de sus figuras, cuya agonía es también la hilera burocrática que lo teje, los asilos de urgencia, las hemorragias de la vesícula, los olores de la vejez y de la enfermedad, los protocolos para la hospitalización, la arteriosclerosis, las tiránicas manías de los enfermos y el egoísmo de quienes los asisten, las astucias, los dolores y la gran extrañeza de quien sufre y muere.
El archivista del final no omite ningún detalle de la destrucción y la melancolía que lo acompaña, el vómito que sofoca la respiración y la grosera arrogancia del telefonista del conmutador de Primeros Auxilios. Es como una bestia bajo la carga y los golpes; los encajona paciente e impotente, pero al alzar los ojos, repite: ``Ten cuidado, porque yo anoto todo.'' Aquellos asilos y aquellos decesos, que se suceden de capítulo en capítulo, acaban por tener también un efecto cómico, como toda hiperbólica secuela de desgracia que al principio despierta la compasión pero que, pasado cierto límite, causa la hilaridad del que escucha. Esta irresistible comicidad de las desventuras hace que emerja la extrema debilidad de la condición humana, que, bajo una sobrecarga de miseria, se le roba aun el decoro, se le expone al ridículo y es reducida a negación y desecho.
En cierto sentido, Voghera reescribe El libro de Job pero poniéndose de la parte de los primeros hijos e hijas de Job, quienes, durante las pruebas a las que su padre fue expuesto, perecen bajo las ruinas de la casa, abatida como los rebaños por el viento del desierto, y en un final feliz terminan reemplazados como los rebaños y los camellos, sin que su recuerdo turbe los tardíos y dichosos años de Job. ste es protagonista de una historia tremenda, pero que se pone en movimiento para resaltarlo. Colocándose desde su punto de vista, desde la perspectiva de un hombre a quien el Señor y el Adversario dedican excesiva atención, es más fácil reconocer que la vida, pese a las tragedias, tiene un sentido. Nadie se pregunta siquiera si los primeros hijos, destrozados bajo los escombros, han aceptado su suerte de meras apariciones utilizadas en función de la glorificación de Job. Si uno se identifica con ellos, con su destino sin nombre, es más difícil alabar el orden de las cosas.
Voghera se coloca desde la óptica de las criaturas devastadas e ignoradas, de la piedra rechazada por los constructores, memorioso y tal vez con dudas sobre las seguridades del Señor, que ha prometido hacerle la piedra angular de su casa. Su prosa objetiva y protocolar es un gran memorial de los vencidos. Pero algo se atora y se diluye, la mirada acuosa se vela, la bondad se enturbia y tal vez se inficiona: sea o no él el autor del espléndido Secreto, no debe haber sido fácil ser el protagonista, el acerbo héroe de una manía y de una inhibición, que en el relato se vuelven magia y pérdida amorosa, pero que en la vida dejan cicatrices que difícilmente cierran -tanto más si quien escribió aquel gran libro, como él repite sin que se entienda bien lo que desea hacer creer a los otros, ha sido verdaderamente su padre, Guido Voghera, con una abusiva, casi incestuosa profanación de las turbias y destructoras desdichas del hijo.
Su estilo cristalino y sus temas obstinados -el encanto amoroso, el rechazo infligido por la vida- parecen a veces provenir de una página del Secreto, pero a menudo se diluyen y se aguan en una cavilosa prolijidad, y la llana, fascinante simplicidad cae en lo baladí y la humildad se esfuma en una sumisión ambigua. Tal vez Voghera es también un falso bueno, alguien que ha debido, y al que tal vez no le ha disgustado, aprender la falta de generosidad de la vida. Cuando le elogian sus escritos, se retrae tímido, enrojece, dice que los verdaderos escritores de la familia son su padre, su tío y su prima. Pero en sus ojos miopes, que miran más allá del interlocutor, hay acaso una luz de malicia, se tiene la impresión que el otro acaba por creerle.
El doctor Velicogna se sienta junto al banco donde están los diarios. No le interesa leerlos, siempre dicen las mismas cosas, pero le gusta tenerlos en las manos, manejar la plegadera con la izquierda y hojearlos con la derecha. El mundo allí, entre sus manos, amenaza desgracias con negros títulos cubitales, pero se tiene la impresión de hacerle perder el tiempo. El doctor Velicogna tiene una teoría, fundada en la experiencia personal, sobre los modos de salvar un matrimonio: por ejemplo el mío, chacharea ante su cerveza -en caña, naturalmente, él no es tipo que beba cerveza en botella, pues presión y temperatura son todo y la espuma tiene que ser como se debe, no la que sale cuando se quita el tapón, que parece un jarabe antes de usarse-, el mío se ha salvado gracias al hecho estúpido de pasar, un par de veces, toda la noche fuera de casa. De ese modo he abierto los ojos y entendido. Aun al más irresponsable le sucede encontrarse, sin saber bien cómo, embrollado en cierto asuntillo, que no es del todo desagradable. Pero a menudo, casi al inicio, te piden quedarte toda una noche, quizá parece lo más decoroso, y entonces, pese a complicaciones y maniobras que se deben echar a andar, no es posible decir no: yo, al menos, he sentido estupor y gratitud si le gustaba a alguna y me parecía incorrecto no ser amable.
Es verdad que ser buenos y corteses es cosa que nos mejora, continúa el doctor Velicogna, siempre con la plegadera del diario en la mano. Gracias a esa amabilidad, los cuernos caen pronto; de cualquier modo a tiempo, antes de que alguno de los dos comience a sufrir. Porque después de estar un poco en la cama ¿qué quieren que se haga? No es tu mujer, esa que pasa junto a ti a través de todo el va y viene y del tremendo ruido de las cosas: con ella no te cansas nunca, ni siquiera de estarle cerca, así, sin hacer nada, sintiendo su hombro y su respiración.
Y en cambio con otra, que puede valer aun más y merecer todo el respeto del mundo... después de un poco estás allí distendido, sin valor de levantarte e ir a leer un libro. Sí, se puede ir al baño y quedarse un poco allí dentro, pero una vez o al máximo dos. Se duerme un poco, pero aún dormirse muy pronto no es correcto, es poco amable. Yo me quedaba en la cama esperando que ella durmiese. Cuando oía los primeros tranvías, me levantaba y me sentía lleno de respeto por la Administración Comunal de los Transportes y sus heraldos que preceden las primeras claridades, que me anunciaban el próximo final de la situación embarazosa. EstarseÊun par de horas e irse luego ya no era una grosería, sino algo debido, un gesto de delicadeza: también ellas debían ir al trabajo.
De ese modo comprendí que dormir juntos (no sólo dormir y estar cerca de la oscuridad, sino vivir, y en esto entiendo cosas como charlar, repartirse las risas y los miedos, ir al cine o tomar uno de los últimos baños de mar en octubre en los escollos entre Barcola y Miramar) sólo lo puedes hacer con la mujer de tu vida. Y lo comprendí porque me había quedado a dormir con alguna otra y a la siguiente mañana, tácitamente, todo había terminado. Si no, habría continuado así no sé por cuánto tiempo y con quién sabe cuáles complicaciones, con fastidios, embrollos y disgustos para todos. Es necesario que se lo cuente al padre Guido, tal vez viene también hoy, la cerveza le gusta y la iglesia del Sagrado Corazón está a dos pasos. Tal vez extraiga de esto un buen argumento para una prédica sobre el matrimonio. Sobre el primado del matrimonio, quise decir. Y que mande un recuerdo a aquellas excelentes muchachas -oh, un par al máximo, para uno como yo es ya mucho- que nos llevan por el camino recto y al conocimiento de nosotros mismos. También para ellas ha sido algo bueno ya no tenernos entre los pies.
* En los años del imperio austro-húngaro se
llamaba irredentistas a los italianos que aspiraban recobrar las
provincias que, por costumbres e idiomas, pertenecían a Italia. Nació
como movimiento en 1878.