La Jornada Semanal, 21 de septiembre de 1997



FRIVOLAMENTE


Javier Marías


Gran conocedor de Shakespeare y traductor de clásicos como Tristram Shandy, de Sterne, Javier Marías parte en este texto de El mercader de Venecia para hablar de las diferencias que, frívolamente, se esgrimen como justificación y causa última de los separatismos españoles.



Tengo muy reciente el célebre monólogo de Shylock en El mercader de Venecia porque se lo he visto interpretar a Orson Welles fuera de contexto y a palo seco, en un documental sobre sus ``películas perdidas'', las que empezó y no acabó, las que le robaron, las que imaginó y no pudo llevar a término, casi siempre por falta de financiación. Es maravilloso que todavía muchos productores de cine, como muchos editores, se quejen de su mala fama: lo cierto es que, con tantos antecedentes de felonías y pillajes varios, tendrían que cambiar radicalmente para zafarse de la sospecha. Y encima no cambian, la mayoría. El caso es que Welles cogió un día el coche, recorrió unas millas, se detuvo en un paraje de aspecto desértico que azotaba el viento y, sin disfraz ni escenario ni decorado, ni siquiera obra, soltó ese monólogo a su cámara, mirándola de frente contra un fondo de rojizo crepúsculo y vestido con una gabardina cuyas solapas golpean anárquicamente mientras él va diciendo. Y en pocos segundos uno queda atrapado por los ojos hipnotizantes y la voz con sentido. Y al cabo de minuto y medio -no dura más el recitado-, Welles aparta el rostro de la cámara con esos ojos rebosando lágrimas, como si hubiera hecho un terrible esfuerzo, y el espectador mantiene fijos los suyos con un nudo en la garganta. Por desgracia no les puedo enseñar el video, pero sí recordarles alguna frase de ese monólogo de Shakespeare que deberíamos tener siempre presente:

``...Si no otra cosa, alimentará mi venganza'', dice Shylock cuando le preguntan de qué le serviría cortarle una libra de carne a Antonio: ``me ha deshonrado, se ha reído de mis pérdidas, burlado de mis ganancias, ha escarnecido a mi nación, arruinado mis negocios, enfriado a mis amigos, encendido a mis enemigos, ¿y qué motivo el suyo? Soy judío. ¿No tiene ojos un judío? ¿No tiene un judío manos, órganos, corporeidad, sentidos, afectos, pasiones? ¿No lo nutre la misma comida, no lo hieren las mismas armas y lo someten las mismas enfermedades, no lo curan los mismos remedios, no lo calientan y enfrían el mismo invierno y verano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos dañáis, ¿acaso no nos vengaremos? Si en lo demás somos iguales, también seremos como vosotros en eso.''

Hace ya demasiado tiempo que en este territorio que los antiguos llamaron Sefarad o Hispania -y en realidad qué importa el nombre-, se habla sólo de lo que nos separa y de nuestras diferencias, y ahondando frívolamente en ellas, subrayándolas cuando son ciertas e inventándolas cuando no existen, llegamos a creerlas abismales y lo fundamental de nuestras vidas. En algunas zonas se practica desde la escuela la falacia programada y el maniqueísmo deliberado, y quizás hay ya un par de generaciones educadas en la fe de su pertenencia a pueblos permanentemente humillados y sojuzgados, como si jamás hubiera habido uno solo que a lo largo de su historia se hubiera limitado al papel de víctima. El ya largo presente de los últimos veinte años no desmiente esa ficción siquiera, y hay quienes siguen creyendo ser esclavos de quienes no están en condiciones de pisotearlos. Es como si el cuento, la fábula, la patraña, negaran a muchos la realidad visible, inmunes al fulgor y mentís de cada día.

¿En verdad somos tan distintos? Y en la medida en que lo seamos, ¿alguien se opone hoy a ello? Para quien como yo ha traducido, ni siquiera las diferentes lenguas separan, y en modo alguno son insalvables. Llevan los políticos demasiados años halagando a sus electores con mezquindades, regateando cualquier cosa al vecino para acentuar su patriotismo de nación o aldea, que nunca satisface enteramente porque siempre hay una aldea o nación más pequeña y porque los logros provienen de la cicatería, y acaban por no contentar a sus destinatarios.

En nombre de esas diferencias, menores que las semejanzas, ETA mata frívolamente y Herri Batasuna frívolamente aplaude e instiga. El resto, en cambio, descubre de tarde en tarde que nos parecemos más de lo que se concede, y que no nos molesta tanto ese parecido cuando encierra generosidad y apoyo y la misma emoción es compartida. Y así no suscribamos el monólogo de Shylock en su final sombrío: ``La infamia que me enseñáis la llevaré yo a cabo, y se hará difícil, pero mejoraré la enseñanza.'' Es en eso, a buen seguro, en lo único que no debiéramos parecernos.