La Jornada Semanal, 21 de septiembre de 1997
Antonio García de León ha escrito la más documentada relación de las sublevaciones en Chiapas y ha sido un testigo excepcional del movimiento zapatista. En este ensayo lleva al plano teórico algunos de los problemas que desgajan nuestra realidad social.
Eric Hobsbawm, en un trabajo reciente, asegura que: ``el término comunidad no ha sido empleado nunca de manera más indiscriminada y vacía que durante las décadas en que las comunidades, en el sentido sociológico del término, resultaban difíciles de encontrar en la vida real''.(1) Y aunque esto no es del todo cierto para México, sí es evidente que vivimos un momento de crisis de las formas comunitarias, tanto urbanas como rurales, que está obligando a replantear el concepto y que está generando una nueva construcción de las identidades en todo el espectro de la vida social.
La identidad, por naturaleza, es un sistema autorreferente que incluye y excluye a unos y a otros, y que está siempre en constante reinterpretación. La identidad se encuentra en el centro del debate actual, aun cuando muchas veces no se exprese claramente. Está constituida por relaciones de equilibrio, que componen una gramática oculta de lo cultural, e inmersa en el conjunto de la vida social: aparece así en todos los procesos culturales de autorrepresentación y se refleja necesariamente en las nuevas búsquedas de lo político. Suele ser múltiple y atañe a los varios niveles de organización social: complejos regionales, motivos religiosos, condicionamientos políticos, experiencias comunitarias, luchas municipales, laborales y agrarias, etcétera. En realidad el problema ha sido patente, y ha dado lugar a auténticos desafíos cuando a las personas se les ha impedido tener identidades múltiples, combinadas, que son naturales para la mayoría de la gente.
La identidad, a través de todos estos complejos culturales, se encuentra al servicio de una permanencia, motivo por el cual, en tiempos como los que vivimos, genera a veces más conflictos e interrogantes que soluciones reales a los problemas. Y es que el concepto de cultura, como el de identidad, denota una norma de significados transmitidos históricamente, personificados en imágenes compartidas, o un sistema de concepciones heredadas expresadas en formas simbólicas, por medio de las cuales los hombres se comunican, perpetúan o desarrollan su conocimiento de vida y las actitudes con respecto a ella. De allí también que la identidad se asocie al orden ritual más que al desorden: porque el rito penetra en el ``bosque de símbolos'', los utiliza y los pone en marcha como capital simbólico. El rito cumple así una función mediadora de lo identitario, y se reproduce difícilmente en momentos de cambio brusco. Al poner de manifiesto lo imaginario, el rito posee a la vez una estructura sólida pero poco visible, una estructura de valor: es una herencia que define y mantiene un orden, haciendo desaparecer la acción transformadora del tiempo. En ese sentido, el rito invoca al orden...
La actuación política basada en las identidades muchas veces trastoca ese orden y crea nuevas situaciones, y mucho más allá de lo puramente étnico, es un fenómeno por lo demás generalizado: consecuencia de las extraordinariamente rápidas transformaciones de los últimos años. Es más, la desintegración de las estructuras tradicionales de poder -en el caso de México, me refiero más bien a la desagregación del viejo sistema en el seno de una ``globalización'' a ultranza y una transición incierta-, así como de las unidades previas: nación, clase, partidos, etcétera, hacen que los lazos comunitarios cobren una preeminencia y una importancia cada vez mayorÉ De hecho se constituyen en uno de los pocos referentes válidos ante el peligro de la pérdida de identidad nacional y ante la velocidad de los cambios. Al diluirse el concepto de soberanía nacional, las soberanías regionales y étnicas -y lo que abstracta y jurídicamente se conoce como ``soberanía popular''- vuelven a colocarse en el primer plano de la actuación política de los diferentes grupos que interactúan. De allí que lo identitario sea paradójicamente opuesto al cambio y a la vez generador de cambios...
Tanto los Estados nacionales como los partidos y movimientos políticos, basados todos en el antiguo sistema de clases, se han visto seriamente sacudidos y debilitados como consecuencia de estas transformaciones. Estamos viviendo en el vórtice de una gigantesca ``revolución cultural mundial'', en el centro de una extraordinaria disolución de las normas, tejidos y valores sociales tradicionales, que han hecho que muchos grupos sociales del mundo actual se vean y se sientan desposeídos. Una revolución que ha acelerado por lo mismo la recomposición de los tejidos sociales bajo nuevos referentes también simbólicos. El modelo económico mismo está basado en una desposesión de todos los elementos que proporcionaban seguridad y certidumbre, y sus efectos ayudan muchísimo a la proliferación de soluciones locales y distintivas, no todas marcadas por la moderación y la tolerancia.
Y es que las identidades colectivas... ``suelen definirse negativamente, es decir, en contraste con otros. Nosotros nos reconocemos a nosotros mismos como Nosotros porque somos diferentes de Ellos. Si no hubiera algún Ellos del cual diferenciarnos no tendríamos que preguntarnos quiénes somos Nosotros. Es decir, sin extraños al grupo no hay pertenecientes al grupo''.(2) La oposición contrastante en el terreno de las identidades construye también naciones y está mucho, por ejemplo, en los orígenes de nuestro Estado-nación, en oposición, principalmente, a nuestro vecino del norte. Las actitudes intolerantes en el norte también se definen en relación con estas oposiciones llevadas hasta el absurdo. O dicho de otra manera, las identidades colectivas no se basan en lo que sus miembros tienen en común (y es posible que tengan muy poco en común aparte de no ser otros), sino en lo poco que los distingue de los demás. Pero la mayor parte de estas identidades colectivas se llevan más como atuendos, en teoría por lo menos, opcionales y no ineludibles, aun cuando también todos los grupos distintivos se afirman a sí mismos como naturales y no como construidos social e históricamente.
Es por eso que en el mundo actual todos buscan un grupo al que puedan pertenecer, con certeza y para siempre, en un momento en el que todo lo demás está en movimiento y cambio, en el que ninguna otra cosa es segura. Es así como hoy no solamente existen las identidades en construcción, o las ya establecidas en el momento anterior, sino que existe también la opción de la identidad, la identidad a la que uno decide pertenecer, y que suele ser a veces la más difícil de ubicar. Las personas que optan por pertenecer a un grupo de identidad son quienes generalmente tienden a enriquecer (o a empobrecer) aún más esa elección -esa opción basada en la creencia de que no se puede pertenecer más que a ese grupo específico- a la que, además, hay que justificar con significados agregados. Por lo mismo, son cada vez más las personas y comunidades que optan por pertenecer, revitalizando al mismo tiempo el conjunto de sus pertenencias anteriores.
Desde las vinculaciones relevantes históricas hasta los componentes del nuevo sazón étnico y sus orígenes, la realidad social parece ir definitivamente más rápido que todas las interpretaciones. Y mientras los partidos y los grupos políticos, o los gobiernos nacionales, cada vez entienden menos esta problemática -o exigen de las personas identidades únicas y no múltiples-, los Estados-nación parecen disolverse junto con la evaporación de todas las certidumbres anteriores que les dieron razón de ser. De principio, lo regional se erige como uno de los factores que aún no estallan con suficiente fuerza, pero que de seguro lo harán en un futuro próximo. Fundamentalmente, porque muchas de las luchas identitarias ya se están cocinando en el marco de lo regional.
Como es bien sabido, estos marcos regionales se crearon en su mayor parte desde finales de la época colonial, básicamente como mercados interiores, los que a la postre lograron conformar el extenso mosaico del mercado nacional. Y si en los orígenes de la nación y en el establecimiento de sus fronteras jugó un papel fundamental esta conformación de un mercado, son el mismo mercado y sus requerimientos actuales los que están golpeando fuertemente hacia una recomposición. No sería extraño, por lo tanto, que en un futuro próximo surgieran conflictos fronterizos interregionales en ese sentido, tal vez reproduciendo desgarraduras anteriores al pacto federal.
En el contexto de la historia regional, queda además perfectamente claro que la mayoría de las identidades actuales son desarrollos de otras construidas en el pasado, y que en ese pasado tuvieron la más de las veces características diferentes, o incluso contrapuestas a las de hoy. Es curioso ver cómo grupos que carecen de una identidad ``legítima'' (¿y qué más legítimo puede existir en el desolado México de hoy que la ``identidad indígena''?) la están construyendo a toda velocidad, en contra incluso de su propia historia real. No puedo dejar de pensar así en cuanto a lo que ocurre hoy en la Sierra Gorda del centro del país, en donde el grueso de la población indígena fue exterminado. Hay allí hoy, sin embargo, en el entorno de los campesinos mestizos, la conciencia creciente de una ``resistencia chichimeca'', de la que ya muchos de estos campesinos se sienten herederos directos: siendo ellos mismos más bien descendientes de quienes aplastaron a varios grupos nómadas llamados ``chichimecas'' en el siglo XVI y XVII, y que en la actualidad aprenden la historia de este etnocidio, e incluso algunas palabras, frases o gramáticas completas del chichimeco-jonaz, lengua otomiana hablada todavía por un centenar de familias reducidas a una ``misión'' cerca de San Luis de la Paz (Guanajuato), y a quienes se considera herederos directos de los ``antiguos chichimecas''. Esta identidad autoconstruida, basada en el recuerdo de una resistencia centenaria que llegó al exterminio, sirve de base para un movimiento social regional muy poderoso, con antecedentes más claros en las rebeliones decimonónicas que lograron por periodos la autonomía política de esa regiónÉ
También muchas de las últimas respuestas etnicistas dentro de sectores de la sociedad mestiza, exacerbadas incluso después del '94, están construyendo nuevas identidades para alimentar renovadas resistencias al modelo económico o social que sienten que les es impuesto. Como sabemos, el fenómeno no es nada nuevo, de hecho se generó desde tiempos coloniales como parte de la emergente conciencia criolla que terminó por llevarnos a la independencia como nación, la que muchas veces se legitimó en una reapropiación de ``lo indígena'' (culto a Guadalupe, danzas de concheros, revitalización del náhuatl, relectura de la historia prehispánica, etcétera), en un contexto de profundos cambios sociales generados por la administración borbónica y sus reformas.
Y es que la conformación de lo identitario no puede separarse de la larga construcción de las regiones, muy claramente cristalizadas en la segunda mitad del siglo XVIII, y forma parte de una sedimentación paulatina y cambiante y de un proceso de siglos de selección social, en el cual la forma adoptada por el sistema colonial resultó determinante. Desde mediados del siglo XVII, la reconstrucción de los referentes indígenas sobre las ruinas del desastre demográfico anterior (y de las nuevas mezclas con el mundo europeo, asiático y africano) reorientaron muchas de las pertenencias reapropiadas. Y en todo esto, un rasgo distintivo de los grupos dominados era la forma como fueron paulatinamente asumiendo gran parte de los elementos impuestos por los colonizadores, revistiéndolos de otro carácter y de otras funciones, y conformando con ello una identidad propia, inserta en cada periodo de la historia como una sucesión de relaciones diversas entre las etnias dominadas y el sistema global.
Así, la distinción étnica fue relativa a cada periodo y no se explica como tal sino dentro de su contexto histórico: fuera de él, muchos elementos -aislados muchas veces en la documentación colonial o recuperados parcialmente por los movimientos de hoy- pierden su sentido diferencial (o su valor en un sistema marcado por oposiciones que a veces desconocemos), o terminan por integrarse a complejos más amplios de ``cultura popular'', al proceso de sedimentación que conformó ``lo nacional'' (en gran parte construido también de estereotipos). Elemento constante en la formación de la diferencia, fue su aspecto de oposición marcada por los fenómenos de resistencia, que son siempre inherentes a la construcción histórica de las identidades (y cuya capacidad de reproducción florece en la contradicción). La diferencia sólo existe así desde el punto de vista del conjunto social que le es contemporáneo, el que muchas veces tiene que ser reconstruido con la ayuda de las fuentes (cuando nuestra preocupación es historizante y no necesariamente política). Factor fundamental de todo esto es la autoconstrucción detallada de la comunidad durante los siglos coloniales -a veces una edificación realmente barroca-, su ``reapropiación activa'' durante los acontecimientos nacionales a lo largo del XIX y su expresión en una enorme variedad de realidades regionales actuales.
En suma, mucho de la condición ``indígena'' tiene entre sí pocas cosas en común, las diferencias de pueblo a pueblo suelen ser más grandes de lo que a menudo se piensa. Así, lo ``indígena'' es difícil de ubicar en una sola categoría si se le aplican con rigor los criterios históricos diferenciales, o los criterios lingüísticos, y que en los momentos de crisis se suelen construir muchas mitologías (en tanto reducciones construidas, y no por ello menos legítimas) para reproducir roles que pueden estar siendo sujetos de nuevos cambios y transposiciones, como sucede hoy en el imaginario zapatista. La identidad cambiante depende pues de su inserción en sistemas más amplios, y es siempre relativa y contemporánea a estos sistemas: sólo en ellos se la puede distinguir. Cuando los grandes aparatos globales entran en crisis -como la que hoy vivimos-, todo el conjunto tiende a revalorizarse y resemantizarse, en una especie de ``cambio de polo magnético'', adquiriendo nuevos significados y valores, y arrastrando al conjunto social regional a nuevas situaciones.
Decía Paul Veyne que ``en este mundo no jugamos al ajedrez con figuras eternas, el rey, el alfil: las piezas son más bien aquello que las sucesivas configuraciones sobre el tablero hacen de ellas''.(3) El factor histórico es así la explicación de la dinámica de las mentalidades, y con ellas, de las identidades en permanente recomposición. En cada escenario son como reflejos temporales en donde las generaciones se contemplan y miran a los demás, a los ``otros'', aun cuando al paso del tiempo esos reflejos puedan ser sustituidos o invertidos en su contrario. Formando parte de un sistema de oposiciones, sólo se explican en relación con otros reflejos que les son aparentemente antagónicos. El momento de la separación, de la oposición y la diferencia, es sutil y absolutamente arbitrario, aunque es históricamente condicionado.
Asimismo, es muy claro que hoy la identidad distintiva puede ser más una opción que algo basado en la naturaleza social predeterminada de cada quien: así, gran parte de los impulsores de la nueva conciencia de los pueblos indios, por ejemplo, no son en realidad indios ni viven en comunidades, y muchos incluso ni siquiera son hablantes regulares de las lenguas de los pueblos que dicen representar. Esto no necesariamente implica un fenómeno de suplantación política o de mala fe, sino el hecho evidente de que la identidad es antes que nada, y más claramente en los mecanismos del mundo moderno, una opción sobre lo heredado y lo construido. Paradójicamente y muchas veces, cuando hay que decidir, lo heredado tiende a negarse y lo construido a afirmarse...
Las nuevas reafirmaciones identitarias son siempre un imaginario social en construcción que aún no alcanza el mismo grado de distintividad en todas partes, y que es, a fin de cuentas, una de las formas sociales que desde abajo imaginan un proyecto de democratización de todo el país, un proceso de autonomización de varios tipos de conglomerados sociales que intentan superar las estructuras autoritarias del antiguo régimen: desde los proyectos autonómicos indios y los movimientos de la sociedad civil, hasta la lucha electoral y social por convertir a las grandes ciudades en ``comunidades'' habitables, en donde los ciudadanos participen de las decisiones a todos los niveles: fenómeno totalizador que explica muchas de las redes y complicidades que nacen desde el '85. En función de esta diversidad de realidades, las salidas unificadoras o las recetas únicas aquí no servirían de mucho. También, ante la rápida disolución de las representaciones, los anteriores esquemas políticos son ya obsoletos mientras los nuevos no acaban de nacer.
Sólo la capacidad que tengamos de percibir el detalle (y la sutileza de los cambios sociales que nos ha tocado en suerte vivir) proporcionará algunas respuestas en este juego de identidades contrapuestas y complementarias, en este abanico de opciones múltiples. Pero todo esto será solamente un plano de los contornos de los cambios, jamás una receta para orientarlosÉ
(1). Eric Hobsbawm, ``Izquierda y políticas de identidad'', El Viejo Topo, Barcelona, mayo de 1997, pp. 22-29.
(2) Ibid., p. 24.
(3). Paul Veyne, Cómo se escribe la historiaÉ, Alianza Editorial, Madrid, 1984.