La Jornada Semanal, 21 de septiembre de 1997
Fabienne Bradu es biógrafa de Antonieta Rivas Mercado y autora de Damas de corazón. En este ensayo presenta a Emmanuel Bove, un autor cuya singularidad ha pasado inadvertida por el público de habla hispana y cuya obra muy pronto circulará en México gracias a Editorial Aldus.
En el último viaje que hiciera a París, a principios de 1925, Rainer María Rilke le pidió a su traductor, Maurice Betz, que le concertara una cita con un joven escritor de veintisiete años, cuya primera novela: Mes amis (1924) le había impresionado vivamente. Nadie presenció el encuentro entre Rainer María Rilke y Emmanuel Bove. Ningún testigo se enteró de la manera en que se saludaron, ni del tenor de las preguntas que, sin duda, el poeta le hiciera al joven, ni de cómo éste le contestó, si hablaron largo rato o bien se escudaron tras sus respectivas reticencias de carácter. Aunque ignoremos todo del encuentro, se puede aventurar que la obra de Bove habrá despertado en Rilke algo más que una simple curiosidad por el éxito literario del momento. Habrá sentido en el francés una cercanía con su propio universo, que le provocó el deseo de encontrarse cara a cara con este pariente lejano recién descubierto. Poco después, tal vez a raíz de la lectura de Visite d'un soir (1925) o Le crime d'une nuit (1926), Rilke escribió a Maurice Betz las siguientes líneas: ``En mi juventud, se solía mandar a hacer los guantes a la medida. Abandonar la mano al guantero era una sensación muy peculiar. Al leer el más reciente libro de Bove, tuve el recuerdo de esta sensación, hasta del sentimiento físico de los dedos expuestos a los cálculos del guantero.''
La imagen resultará enigmática para quien no haya leído a Emmanuel Bove o para los que nunca hemos abandonado una mano a los cálculos de un guantero. Lo cierto es que el lector que se asome por primera vez al universo boviano, estará sobrecogido por un sentimiento casi físico, del que difícilmente saldrá inmune. Edmond Jaloux, un crítico contemporáneo de Bove, abunda en el sentido de Rilke, explicitando el cifrado testimonio del poeta: ``Apenas si se tiene la impresión de estar leyendo. Uno casi cree estar viviendo el flujo de las cosas que pasan y vuelven a pasar ante los ojos, sin que ninguna sorpresa en particular detenga la atención y, de pronto, uno tiene el corazón inexplicablemente acongojado, porque lo que uno ve y parece semirreal, semiobservado y semisoñado, coincide con la verdad y su exactitud despierta angustia. La minucia de Bove es tal que no escatima un solo detalle, al menos en apariencia, porque prácticamente todos los que utiliza están muy bien registrados y escogidos con sabiduría. Pero las enumeraciones de pequeñas pinceladas le perseguirán como una alucinación; los personajes realmente viven para usted, que acaba conociendo de ellos todo lo que debe saber. Toma partido por ellos, y cuando la desgracia los aflige, siente una herida en su sensibilidad, como si algo desagradable le hubiese sucedido a uno de sus amigos.''
Por su lado, en diciembre de 1928, Max Jacob le escribe a Emmanuel Bove: ``[...] Pasé el domingo leyendo sus dos libros. Me siento poco habilitado para comentárselos, porque me conmovieron con una violencia que me impide juzgarlos. Se diría que es la imagen misma de mi vida la que esbozó, sobre todo en Mes amis. La coalition es un gran libro, un verdadero acontecimiento. Concibió usted una empresa que nadie más hubiera podido llevar a cabo: cualquier otro hubiera caído en la monotonía. Pero, en su caso, el poder de evocación, la elección de detalles tan significativos, el dolor y el amor del novelista, la verosimilitud de los caracteres, a un tiempo minuciosos y sobradamente humanos, resultan más atractivos que una intriga balzaciana o que un drama a la Dostoievski. No he dejado de hablar de sus dos libros y pongo en mis comentarios el fuego de una aventura personal, tan grande es el parecido que me descubro con Nicolás, que es toda mi juventud. Hasta el suicidio me pertenece, puesto que en dos ocasiones lo intenté. Tenga la seguridad de mi completa admiración y permítame enviarle mi más viva y amistosa simpatía.''
¿Quién era, pues, el joven escritor capaz de despertar semejantes entusiasmos en sus contemporáneos? Emmanuel Bobovnikoff nació en París dos años antes de que concluyera el siglo XIX, de un padre ruso, apuesto y fantasioso hasta el punto de olvidar sus más elementales responsabilidades, y de una madre francesa, campesina de origen, robusta y semianalfabeta, cuya vida se resumió en una larga cadena de abandonos y estrecheces. Una madrastra inglesa, rica, fea y sensible al arte, es la tercera punta del triángulo que enmarcó la infancia de Emmanuel Bobovnikoff, escindida entre la miseria del hogar materno y la relativa holganza del segundo matrimonio de su padre. Toda la obra de Emmanuel Bove está sellada por el trauma inicial de la miseria y por los complicados nudos de la culpa para quien intenta librarse de ella a través del efecto compensatorio del arte.
Los estudios de Bove fueron aleatorios por decisión propia y a causa de las continuas catástrofes materiales de la familia. La vocación de escritor apareció temprana, misteriosa y como instintivamente, en la Austria de la primera guerra mundial, donde el joven recluta mataba más ansias que enemigos. Colette fue quien descubrió al talento inédito y publicó su primera y más famosa novela: Mes amis, en junio de 1924, cuando Emmanuel Bove acababa de cumplir los veintiséis años. La reacción de la crítica fue inmediata, pero se dividió entre el asombro, el rechazo y una rendida admiración. En 1928, Emmanuel Bove fue galardonado con el premio literario más cotizado de la época: el Premio Figuière, derrotando a escritores tales como André Malraux (Les conquérants) y Drieu La Rochelle (Blèche).
Aunque se ganaba la vida como periodista, en los años siguientes a su temprana fama Emmanuel Bove se dedicó a escribir casi de tiempo completo, con un desenfreno que podría interpretarse como el presentimiento de una muerte prematura. Sus novelas y relatos breves fueron ganando cada vez más espacio en los escaparates de las librerías y en el interés de los comentaristas, mientras el escritor se iba diluyendo en la sombra, el silencio y el anonimato de su creación. Rara vez se encuentra a un autor tan ajeno a las demostraciones, a los sistemas, a las tesis, a la obsesión por ofrecer una concepción del mundo. Sus personajes no encarnan más que su pequeño y propio drama, la mayoría de las veces exento de virtudes y de vicios sobresalientes. Su escritura rehuye la espectacularidad y se asemeja al registro de un escolar a quien le hubiesen impuesto la tarea de describir al mundo por primera vez.
Durante la segunda guerra mundial, porque su salud le impide reunirse con las fuerzas de la Francia Libre, Bove se refugia en Argel, donde la sombra en la que se ha convertido contrasta aún más con la exuberancia del puerto africano. De vez en cuando, juega ajedrez con André Gide y lo deja ganar, porque la idea de fracaso no lo hiere tanto como a su contrincante. Muere poco después de la Liberación de Francia, a consecuencia de una pleuresía mal curada, en la víspera de los festejos del 14 de julio de 1946.
Bove desaparece cuando Francia se entrega con furor a las ideologías que toman por asalto la escena cultural de la posguerra. Aunque se rastrearía más de un augurio de la literatura existencialista en sus obras, el desdén de Bove por los sistemas y las tesis lo relega al papel de precursor exiliado en el olvido. Habrá que esperar a otros escritores menos contaminados por la ilusión ideológica, como Samuel Beckett o Albert Camus, para que Bove resucite fugitivamente del prolongado eclipse al que tal vez él mismo se había condenado. Cuando el nouveau roman surgió como un improbable sol bajo los trópicos europeos, algunos críticos desenterraron a Bove para esgrimirlo como un astro en el desolado firmamento literario de entonces. Pero Bove tampoco se preocupó por fundar o desarrollar una teoría de la novela. A diferencia de los noveles novelistas, poco le importaba demostrar sus virtudes de estilista. Si, a fin de cuentas, resulta ser uno de los más brillantes estilistas de su época, lo es a pesar suyo y contra toda voluntad de efectismo. En una de las pocas entrevistas que concedió, expuso llanamente cuáles eran sus preocupaciones narrativas:
``La gran dificultad en la novela es poder pasar del análisis de los sentimientos a su exposición. Cuando un personaje sale de su casa para ir al peluquero, la escena sólo se justifica si ilumina el carácter del personaje. Creo que las escenas en las que los personajes viven, actúan, deben ser escasas. En resumen, los temas no existen; sólo importa lo que se siente. Por ejemplo, percibo muy vivamente la falta de acción, que será la acción de mi libro.''
Se puede convertir a Bove en un precursor de muchas corrientes literarias, pero siempre su obra quedará renuente a las asimilaciones. Antes que un astro que ilumine fugitivas constelaciones, habría que ver su obra como una piedra preciosa, resistente a la usura del tiempo y de las modas, original desde su nacimiento hasta nuestros días, que brilla por sí sola e inexplicablemente, dada la opacidad del universo que recrea. Si tal piedra existiera, la obra de Bove sería un diamante negro.
``Se le ha reprochado siempre poner en escena a los mismos personajes agobiados por sus impotencias, eternamente inmaduros y veleidosos. Incluso si hubiese querido crear a héroes positivos, simplemente no lo hubiera logrado. Lo cierto es que la elección de la naturaleza de sus personajes ni siquiera se le plantea como una alternativa. Ellos son los avatares de un trauma inicial que Bove reproduce al infinito y a pesar suyo, animado por el solo deseo de superarlo'', afirman acertadamente sus biógrafos Raymond Cousse y Jean-Luc Bitton. El universo boviano es de una negrura casi total, si no fuera por el humor que lo contrapuntea, y que curiosamente proviene de un exceso de lógica en el candor. Así zanjaba Bove los reparos al pesimismo de su creación: ``Un pesimista es un individuo que vive entre optimistas.''
En 1977, el periódico Le Monde desplegó a ocho columnas la pregunta que habría de marcar la segunda vida editorial del escritor: ``¿Ha leído a Emmanuel Bove?'' En Les nouvelles littéraires, Jean-Louis Ezine festejaba la exhumación propiciada por Flammarion y Le Castor Astral, con la fórmula: ``La Generación Bove acaba de nacer.'' Una formidable empresa editorial se propuso la reedición de las obras completas del ``más grande de los escritores franceses desconocidos''. Durante diez años, dos devotos de la primera hora: Raymond Cousse y Jean-Luc Bitton, se abocaron a una investigación que se antojaba imposible: reconstruir la vida fantasmal de Emmanuel Bove. El resultado: Emmanuel Bove, la vida como una sombra (Le Castor Astral, 1994) es, a un tiempo, una proeza y un riesgo: gracias a sus biógrafos, el personaje de Bove se agiganta en el misterio de su revelación y amenaza convertirse así en una leyenda más atractiva aún que la obra.
A partir de los ochenta, el fervor por la obra de Bove comienza a traspasar las fronteras. Raymond Cousse intenta caracterizar a este nuevo público en un artículo titulado ``Bovianos de todos los países...'': ``Aunque no son escandalosos -a menudo son tan discretos como su modelo-, los lectores de Bove son incondicionales. Cuando se anuncia a uno de ellos que se conoce la obra de Bove, esto significa algo más que un simple pasaporte. Se trata de un verdadero rito de reconocimiento entre los miembros de una cofradía ligeramente secreta. Desgraciadamente, como esta escritura llega a lo más íntimo, el boviano es lo contrario de un proselitista. Para aquellos que la aprecian, la obra es ante todo un refugio.'' Entre los bovianos más famosos se cuenta su traductor al alemán: el novelista Peter Handke, que superó su paralizante admiración por Bove gracias a una labor de activa difusión de la obra en el ámbito germánico.
Debo confesar que fui una feliz víctima de la pregunta que es, a un tiempo, una provocación y un sésamo. ``¿Ha leído a Emmanuel Bove?'', me preguntó un día Philippe Ollé-Laprune como de pasada y, sin añadir más, me puso en las manos Mes amis y Armand. Mi asombro fue tal que, en un viaje a París, encargué a una librería que me consiguiera todos los libros de Emmanuel Bove. Aún no he agotado la lectura de los veintitantos volúmenes que llegaron a vuelta de correo, porque hay que estar verdaderamente disponible y dispuesto para una sumersión en el universo de este escritor. Una intoxicación boviana es un riesgo para la salud emotiva. Además, me gusta la idea de reservarme sorpresas para el futuro.
Después de varias tentativas fracasadas para dar a conocer a Bove en México, cuando la editorial Aldus recogió el desafío y me propuso la traducción de una novela, no vacilé un instante en aceptar el ofrecimiento. La dificultad residía en seleccionar el libro más adecuado para introducir a Bove en lengua española, porque todas sus novelas son igualmente representativas del conjunto. Resolvimos comenzar con La última noche, considerada por la cofradía boviana como una de las obras maestras del escritor. La novela fue escrita en 1927 y se publicó hasta 1933 con el título: Un suicidio. En 1939, la editorial Gallimard volvió a publicarla con su título original, un final distinto y otros relatos breves. No cometeré la impertinencia de revelar aquí las variaciones de una edición a otra, porque la historia, concebida a la manera de las novelas de suspenso, realmente se resuelve en la última frase. Tampoco insistiré sobre la proeza narrativa que Emmanuel Bove realiza en La última noche, porque cualquier lector un tanto perspicaz la percibirá desde las primeras páginas.
Sólo me queda reiterarle al lector la invitación contenida en la pregunta: ``¿Ha leído a Emmanuel Bove?''; si ya tiene el libro en las manos, esto significa que se está disponiendo a entrar al universo de este magnífico escritor. Le deseo, entonces, la más cordial bienvenida a la cofradía boviana.