La reunión anual del Grupo de los Siete (G-7), los países más industrializados del mundo, y la del Consejo de directores del Fondo Monetario Internacional (FMI) resultaron sumamente aleccionadoras. La primera, por ejemplo, reveló nuevamente las diferencias entre Japón --que vende todo lo que puede, pero compra mucho menos e intenta evitar un recalentamiento de su economía nacional-- y las otras dos grandes potencias comerciales y financieras --Estados Unidos y Europa--, interesadas en exportar, deseosas de que haya apertura y desarrollo en el mercado japonés. De esta lógica de posiciones divergentes se desprende que ni la economía mundial es ``unipolar'', ni hay acuerdo en el seno de los que dirigen la mundialización.
Al mismo tiempo, por si faltase algo para desinflar el mito creado en torno al desarrollo económico de los nuevos ``tigres'' asiáticos --presentados por el propio FMI como modelos a las naciones de nuestro continente--, los casos de Tailandia y de otros países del sureste asiático ilustraron en las reuniones del G-7 y del FMI que no bastan la plena apertura comercial y el libre mercado para sacar de la crisis a las economías donde se combinan fallas estructurales con profundas desigualdades sociales.
Es más, el FMI recordó a todos los países latinoamericanos, incluido México, que nadie puede considerarse a salvo de una nueva crisis como la que éste sufrió hace tres años, sobre todo cuando comienzan a verse signos como los déficit en la balanza de pagos, algunas sobrevaluaciones de la moneda en países importantes --que estimulan las importaciones y obstaculizan las exportaciones--, cuando a esas luces rojas se agregan las consecuencias y los costos económicos y políticos resultantes del aumento de la pobreza.
``La región está empezando a recuperarse de la crisis --expresó el FMI--, pero todavía no está vacunada contra ella''. Independientemente de que el Fondo propone como vacuna la misma política que provoca la enfermedad y lleva a las crisis, de que ni siquiera los países con economías desarrolladas aplican al pie de la letra sus recomendaciones y las de la Organización Mundial del Comercio, permanece vigente esta advertencia, proveniente de una institución que ejerce influencia fundamental en la conducción de la economía mundializada y que, por lo tanto, equivale casi a un certificado de impotencia, por lo menos en la tarea esencial de previsión del cómo, el cuándo y el dónde de la aparición de las crisis en naciones que se señalaban como modelos.
Puesto que la mundialización es un hecho que parece irreversible y que las recetas del FMI se reducen a pedir a los países que aporten más al Fondo para poder tirarles un salvavidas cuando corran el riesgo de hundirse, queda sólo una alternativa. Excluida la falsa opción del proteccionismo, del encerramiento, de una relativa autarquía, sólo es posible encarar la integración de la economía mundial salvando y promoviendo el mercado interno de cada país, aumentando el número y el nivel de vida de los consumidores nacionales, evitando la destrucción del capital productivo y del llamado ``capital humano'' que los ajustes estructurales y la política del FMI han potenciado brutalmente.
¿Cómo puede, en efecto, crecer y estabilizarse un país cuyas exportaciones quizás crecen, pero cuyo mercado interno y aparato productivo se derrumban?, ¿cómo puede haber estabilidad económica si la línea impuesta engendra en todos los continentes pobreza, miseria, descontento y, por lo tanto, inestabilidad política y descomposición del Estado?.