La Jornada domingo 21 de septiembre de 1997

Horacio Flores de la Peña
El Informe/ y III

Las políticas de Estado son una forma indirecta de anular el resultado de las elecciones y la posibilidad de cambios en la estructura de la sociedad; éstas y democracia son excluyentes. No es posible que coexistan. Las políticas de Estado son útiles para imponer el terror de la miseria y el desempleo como forma permanente de vida, por eso, cuando se establecen, necesitan el apoyo de la fuerza de policías y soldados. Es, también, una forma grosera de anular al Poder Legislativo, pero con las cámaras que tenemos hoy, no me extrañaría que aprobaran cuanta política de Estado les proponga el Ejecutivo.

Algunos creen que el Mercado Común Europeo cuenta con una política económica de Estado. Nada agradaría tanto a los alemanes, porque esto sería alcanzar, mediante la economía, las metas que el nazismo no pudo alcanzar con sus ejércitos. Este mercado no llega a tanto, porque los otros países no dejan que los alemanes los manipulen. Los únicos que lo han aceptado son el gobierno español, y no es de extrañar, y desde luego los alemanes.

Los avances en la educación son muy buenos. Los encargados de aplicarla saben y hacen bien su trabajo. Las deficiencias son resultado de la pobreza y de la poca atención que los gobiernos han prestado a la educación. En este factor de crecimiento se avanza, ojalá y pronto pudiéramos decir lo mismo del otro factor constituido por la inversión pública y privada, pero en este andamos perdidos.

En el combate a la miseria cada gobierno ha inventado su juguete, más o menos inútil, para combatirla. Con López Portillo fue el SAM, o sea Sistema Alimentario Mexicano. Nadie supo qué se quería con él, pero no dejó nada, excepto un gran hueco financiero, oficinas vacías y un olvido piadoso.

De la Madrid liquidó el SAM y estableció, con bombo y platillo, el programa de Renovación Moral. Lo único que se supo de la oficina que se creó para lograrla fue que, cuando, de un día a otro, le quitaron el presupuesto y cerraron la oficina. Tal vez algo se hubiera logrado para sanear la corrupción de la sociedad mexicana, pero, incuestionablemente, a los que iban a renovar no les gustó y acabaron con el juguete, y se acabó sin pena ni gloria la renovación moral.

El peor de todos, sin lugar a dudas, fue el programa de Solidaridad, establecido en el sexenio pasado, con el aparente y loable propósito de combatir la pobreza. En realidad fue una oficina de publicidad y propaganda del presidente, para que se sintiera popular y querido por auditorios cautivos de gente pobre a la que se sobornaba barato. ¿Para qué sirvió? Casi para nada, y el costo debe de haber sido astronómico. Su venta publicitaria fue tan burda y grosera, que todo mundo comenzó por reirse de él y, finalmente, por verlo con un profundo desprecio. Y es que no se puede abusar en el intento de engañar a la población. Aunque los burócratas no lo crean, el pueblo tiene más sabiduría que ellos y los encargados de estos programas, que no eran otros que acarrear gente a los lugares que convenían al presidente. Puede decirse que junto con la deshonestidad es uno de los factores que más desprestigió al gobierno pasado, porque las batallas contra la pobreza no se ganan en la televisión ni en los periódicos.

Dentro de la falta de originalidad, característica de este régimen, presentan ahora otro juguete, el Progresa. El propósito de ayudar a los pobres es siempre bueno, pero no deja de ser un absurdo que, por un lado, el modelo económico del régimen impida a los pobres trabajar o les quite el trabajo y, por el otro, los quiera compensar con caridad. Y lo que es peor, dado por la misma gente de Solidaridad; con los antecedentes que tienen el resultado no será mejor.

A este programa se le da ``tanta importancia'' que se le otorga 0.3%, o sea tres décimos de uno por ciento, de lo que se destinó para salvar a los banqueros. La forma en que nos han mentido no tiene límite y parece que les dará el resultado que esperan, porque las gentes que deberían protestar no lo hacen; los pobres son demasiado pobres para hacer nada. Lo que les den es bueno, aunque sea la torta y el refresco que les dan para que vayan a aplaudir al Sr. Presidente y al programa Progresa. A veces pienso que lo único que da una idea cabal del infinito es el tamaño del cinismo con que los burócratas de hoy se burlan del pueblo.

Si al programa Progresa se le destina 0.3 de uno por ciento, o sea, 1,200 millones de pesos y el programa ``progresa'' para los banqueros recibe de 200 a 250 mil millones de pesos, ya sabemos quién manda en esta sociedad. Aunque los banqueros sean muchas veces ineptos y deshonestos, este es el país de los financieros y los demás, no cuentan. Que nadie se llame a engaño sobre los grupos a los que privilegia el gobierno. Ni siquiera los industriales cuentan con una política más racional, a ellos debería haber ido el dinero destinado a la banca.

De todas maneras, si estos programas que se crearon con tanto ruido y a tan alto costo resultaron inútiles, no deberían haberse creado, y si tuvieron alguna utilidad no deberían haber desaparecido. Esto es parte del engaño colectivo del neoliberalismo. Persistir en lo que no sirve y olvidarse de lo útil, que al cabo nadie les pide cuentas.