Elba Esther Gordillo
Optar por la ley, no por la violencia

Tierra de contrastes, capital sui generis, ésta en donde al mismo tiempo que arriba un grupo zapatista para insistir en una salida negociada --paz con justicia y dignidad de por medio-- al conflicto chiapaneco, es acechada por quienes parecen olvidar el mandato de las urnas: un no categórico a la violencia.

Para agravar el clima de violencia e inseguridad provocada por la delincuencia, la capital del país fue sacudida en los últimos días por dos hechos perturbadores: los excesos policiacos --ya conocidos, pero no por ello menos preocupantes-- y la confrontación física de representantes populares.

Lo ocurrido este jueves habla de la necesidad de repetir la lección de las urnas: Decir ``normalidad democrática'', es decir imperio de la ley, tolerancia, respeto a los derechos humanos y a la pluralidad.

Alegoría de convivencia, la democracia vive donde se ha renunciado a la violencia. La indefensión y vulnerabilidad ciudadana frente a la delincuencia justifica el estricto apego a la ley, un alto a la impunidad, pero no la barbarie. Por eso, la presunta ejecución de tres jóvenes no debe pasar inadvertida, menos aún debe compartirse, por una sociedad que se pronunció por formas pacíficas de ``administrar'' y ``negociar'' sus conflictos y diferencias, que votó por la democracia. Si la desconfianza en el ineficaz sistema de justicia y el temor generalizado hacia los cuerpos policiacos es un riesgo social permanente, la ``justicia por mano propia'' lo es aún más. Como lo dispone la ley, los delincuentes deben ir a la cárcel, pero ser ``sospechoso'' no es delito, ni tener antecedentes penales da lugar a la pena de muerte.

Todos lo sabemos y la historia lo comprueba: la violencia genera violencia. En El tiempo de los derechos Norberto Bobbio escribe: ``no existe violencia, incluso la más cruel, que no haya sido justificada como respuesta, como única respuesta posible, a la violencia de otros; la violencia del rebelde como respuesta a la del Estado, la de éste a la del rebelde, en una cadena sin fin, como no tiene fin la de reyertas familiares y la de la venganza pública''.

Que la lucha contra la delincuencia siga y se profundice, es un reclamo generalizado, pero también lo es que se haga con el rigor y sólo con el rigor que permite el Estado de derecho. La energía tiene límites: aquéllos que le impone la legalidad. La policía sólo es eso, no juez y, menos aún, verdugo. La sociedad pide justicia, no más violencia, ni muerte. Contra la delincuencia, más que justicieros o vengadores, se requiere estricto apego a la legalidad y eficacia.

El camino de la legalidad siempre es más largo, pero siempre es el correcto. Y si el saneamiento del Poder Judicial y de las corporaciones policiacas supone un largo y sinuoso proceso, la proliferación de ejecuciones, linchamientos, autodefensa, y, en general, todos los actos de ``justicia por propia mano'' no conducen sino a la violencia, al fracaso de la convivencia social.

De no ser la autoridad y los representantes de la sociedad, ¿quién puede poner fin a la violencia? Michel Foucault preguntaba: ``¿dónde encontrar un límite, como no sea en la naturaleza humana que se manifiesta no en el rigor de la ley, no en la ferocidad del delincuente, sino en la sensibilidad del hombre racional que hace la ley y no comete crimen?''.

El mandato de las urnas supuso un mensaje y un compromiso para todos: si elegimos la democracia como forma de convivencia social, económica y política, estamos obligados, entonces, a defenderla. Qué significa ``normalidad democrática'', si no la práctica cotidiana (en las calles y todos los días) de la democracia.