José Cueli
Carnicerito de México

Los toreros que sucumben en una plaza de toros son los que le dan su valor trascendente a la fiesta brava. Los sacrificados en su juventud en los pitones de los bureles famosos: Bailaor, que mató a Joselito; Poca Pena; que destrozó el cráneo de Granero; Islero, que se llevó a Manolete, y en algunas ocasiones, los toreros humildes. Nada quedaría de ellos de no haber muerto en medio del grito del ¡ay! ¡ay!, proferido por los aficionados, en tarabera, de la reina Madrid, o Linares, o en la plaza en que un torero es herido de muerte.

Entre los toreros humildes que dejaron su vida en los ruedos, se encuentra el mexicano José González Carnicerito de México. Gesto vivo del dolor que se fue a morir a Villa Viciosa, Portugal, un mes después de la muerte del llorado Manolete. Muchos años ha llovido --50-- desde que el estoico torero de Tepatitlán, Jalisco, abandonara su puesto de matarife en el matadero de Guadalajara, donde aprendiera a torear para salir a buscar la muerte en Portugal, después de morirse poco a poco en sangrientas temporadas españolas.

Ninguna muerte es tan natural, como la que sucede en una plaza de toros, a la vista de todos los que la quieran ver.

Dice Juan Gil Albert, el poeta valenciano, que esa muerte se plasma ante los sentidos como una obra de arte. No un suceso más, ni una anécdota, sino la verdad, la muerte viva, la revelación del pasmoso misterio. Estar y no estar instantáneo en el centro del redondel, porque es el sello emotivo de existencia triunfante: su muerte natural.

El Carnicerito de México, uno de los humildes de la fiesta --valiente a carta cabal--, fue recordado en la novillada dominical gracias a su muerte natural, en un pueblecillo portugués, en tarde que alternaba con la bella rejoneadora Conchita Cintrón, en cuyos brazos murió. Sin esa muerte en los pitones, el torero (sin calidad ni color) habría sido uno más de los que se quedaron a la vera de las plazas. Pero que los pitones del toro Sombreiro, de Oliveira hermanos, faltaran a su ingle, le partieran la femoral y la sangre encharcara el ruedo hasta nublar el sol en medio del ¡ay! de muerte de los aficionados que, dice Gil Albert, lo trascendió.

Muerte trascendente que capta en la ``enfermería'' de la placita, al gritar emocionado: ``¡Es como la de Manolete!''.

Carnicerito de México, a falta de la personalidad artística que arrebatara a los públicos, dejó aquel rango, aquella raza insondable, inefable, como la oscuridad donde provenía, que le facilitó el dar todo y perderlo todo.

Carnicerito de México, a diferencia de los novilleros que ayer torearon en la México, y además de la falta de personalidad y arte, tampoco tienen valor. Con novillos de Dodolli hermanos, disparejos en presentación, y con excepción del cuarto y sexto, feos y estrizados, pero toreables en general, los noveles matadores se perdieron en la helada cueva de Insurgentes. Sólo el frío de la plaza impidió que bostezáramos.