Guillermo Almeyra
Allende y la vaca brava

El aniversario de la muerte de Salvador Allende me trae a la memoria la Teoría de la Vaca Brava, que no puede ser ignorada en estos tiempos en que amplios movimientos democratizadores y vagas izquierdas recuperan terreno frente a la ofensiva, constante, del capital financiero y de su ``pensamiento único'' que muchos llaman, a falta de otro término más exacto, neoliberal.

El líder socialista, en efecto, ganó las elecciones, fue reconocido presidente hasta por la Democracia Cristiana, formó un gabinete plural y pluriclasista, volvió a ganar otros comicios a pesar de toda la presión contraria e intentó un cambio social pacífico en civilizado y politizado país pero, sin embargo, terminó por ser derribado por la minoría poseedora del poder económico aliada a Estados Unidos. Aquí surge la teoría arriba mencionada, formulada por el senador socialista brasileño Velasco en los años cincuenta como crítica al Partido Comunista de ese país que, según él, sostenía que ``el capitalismo era como una vaca brava: si se le agitaba en las narices un trapo rojo, cargaba y, por lo tanto, mejor era quedarse quieto y dejarla pastar en paz.''

¿Realmente las experiencias de Poder Popular, los Cordones Industriales, las Juntas de Abastecimiento Popular, el desarrollo de la auto-organización y la autogestión ``provocaron'' a las ``fuerzas del orden'' y las llevaron al golpe (que preparaban, por supuesto, desde antes mismo de la victoria electoral de la Unidad Popular)? ¿Realmente se corre al desbarrancamiento o se va directamente a estrellarse contra un muro cuando se le habla y discute al conductor del ómnibus nacional? ¿Para tener por lo menos paz hay que acatar la consigna fascista de ``silencio y trabajo duro''? No lo creo. La vaca brava es brava siempre porque no puede ser otra cosa, y carga cuando ella decide cargar, sin incitación alguna.

El capitalismo no es sólo una ``pacífica'' explotación, sino también, y sobre todo, dominación. Y cuando ésta se debilita porque buena parte de las cabezas piensan ya por su cuenta y porque el rey está desnudo, ya que nadie quiere más creer en los velos, trata de restablecer el orden: en este caso, el de los cementerios.

Sobre todo porque, como lo muestran el derrocamiento de Allende, pero también los desaparecidos argentinos, uruguayos, brasileños y de tantos otros países, Tlatelolco, o las matanzas de campesinos sin tierra en Brasil (por hablar sólo de nuestro continente), la mundialización impone rebajar los salarios reales y concentrar la riqueza y establecer un lazo fundamental entre el sector dominante de las clases dominantes en cada país y el capital financiero internacional, cuyo centro principal está en Washington y utiliza el Estado de la primera potencia mundial. La liquidación de los gobiernos populistas o reformistas, con la pérdida de interés por el mercado interno, ha provocado y provocará aún más una reducción de la necesidad y funcionalidad para el capital del clientelismo, del parlamentarismo, de los márgenes democráticos formales.

Por consiguiente, esta seudodemocracia a la chilena o a la argentina, con el ejército como poder detrás del trono, la militarización de la sociedad y un creciente nivel de barbarie castrense-delincuencial, tiene permanentemente sobre la nuca el cálido y fétido aliento de la violencia organizada, tanto del poder imperial como de sus pretorianos.

El defecto principal, en el caso chileno, no fue ``agitar el trapo rojo'', sino comenzar demasiado tarde y demasiado mal y a medias la auto-organización, la autonomía, la autogestión populares; o sea, fue identificar la democracia con las reglas formales y las instituciones (absolutamente necesarias) pero, mucho menos, en la expansión y creación de espacios autonómicos democráticos (sine qua non, indispensables).

Antes de las elecciones que llevarán al poder presidencial, la autogestión y la auto-organización son, a la vez, el arma poderosa que disputa las conciencias de los no convencidos, de los tibios e incluso de los soldados, y el instrumento para que el pueblo, tomando en sus manos la organización de su vida cotidiana y de la sociedad, adquiera fuerza, poder, capacidad, arrastre a otros sectores y pueda paralizar los sabotajes de todo tipo que un gobierno popular inevitablemente desencadenará.

A casi un cuarto de siglo de la muerte de Allende convendría, pues, volver a discutir los años sesenta y setenta, con sus grandes derrotas populares pero también sus experiencias, muchas de las cuales tienden hoy a reaparecer.