La Jornada Semanal, 14 de septiembre de 1997



EL LIMITE DE UNA SECUENCIA


Lelia Driben y Alvaro Enrigue


Ofrecemos dos visiones sobre el pintor y escultor Manuel Felguérez. Lelia Driben, crítica de artes plásticas y columnista en nuestra sección ``Aproximaciones'', y Alvaro Enrigue, autor de la brillante novela La muerte de un instalador, se enfrentan a los inagotables estímulos de la obra de Felguérez.



La alquimia de una secuencia

Corría el año de 1966. Cierto día, Manuel Felguérez penetró en el gabinete del doctor Caligari, en realidad un puesto de feria, y le robó la fórmula que permitía al enigmático personaje convertir a Cesare en sonámbulo diurno y asesino nocturno. Pero el pintor-escultor, nacido en 1928, en la hacienda de San Agustín, Valparaíso, Zacatecas, no podía glosar el despliegue narrativo del cineasta Robert Wiene. Para su elección estética -inserta en las propuestas abstractas que contribuyeron en los años cincuenta a refundar generacionalmente la pintura mexicana del siglo XX- no era admisible tomar la película del director alemán y reabrir el relato a partir de sus escenas. Debía entonces instituir la antiglosa, detenerse en la condición abstracta y arbitraria del nombre, y con esa otra arbitrariedad propia del dibujo y la mancha que correspondía a la época, delinear su paráfrasis mediante la alquimia de las formas; de tal operación surgió el memorable cuadro Doctor Caligari, tan destacado como Le voyeur y New York, entre otros también fechados en 1966.

La exposición de Felguérez que ocupa durante estos días dos salas del Museo Rufino Tamayo* -denominada El límite de una secuencia y curada por Miguel Cervantes-, reúne 24 pinturas en formato mayor, realizadas entre 1993 y 1996, así como 13 esculturas en latón, vidrio, mármol, bronce, hierro y piedra, cuyas fechas van de 1989 a 1996. Se trata, por lo tanto, de la obra actual de un autor que permite, con la mirada de la memoria extendida panorámicamente a todas las etapas de su trayectoria, repensar algunos de sus periodos. Dentro de ese marco, si se atiende a su fase inmediatamente anterior -la que rodea al año de 1990-, encontraremos trabajos que, impulsados por una actitud friccionante en la organización de la imagen, articulan la geometría matemática con aquella que, por su curvilínea expansión, recoge tenues indicios del trazado del cuerpo. Eran obras dinamizadas por una suerte de variada reapropiación endógena; el pintor buscaba concentrar en el espacio del cuadro dos planteamientos claramente diferenciados: sus formaciones sutilmente orgánicas de los años sesenta y la ortodoxa geometría nacida a partir de 1970. Eran, además, puestas a prueba de esa complejidad hecha de avances y detenciones, hallazgos y dificultades vinculados a todo desarrollo creativo; Felguérez se ensayaba a sí mismo y ensayaba, por qué no, cierta zozobra propositiva dirigida al ojo del espectador.

La producción exhibida ahora por el Tamayo está resuelta a base de una cadena de reformulaciones e interrogaciones que, al diseminar el mecanismo reflexivo, inserta una apertura sobre los rasgos de los años sesenta, que vuelven a convocarse. De nuevo, así, emerge la tarea autoapropiadora, sobre cuya textura una reedificada sedimentación escande una voluta abierta entre la percepción interior del artista, transformada en fluir de imágenes, y la percepción del observador. Y desde esa elipsis que involucra al autor-obra-espectador surge la posibilidad, fisurada desde su misma sustancialidad, de extender de nuevo la parábola del doctor Caligari. Bajo dicha parábola, no es descabellado atribuir ese óvalo tan similar a una cabeza de hombre que asoma entre las formas de la superficie titulada Voz ausente (1996), dejando ver tres cuartos de perfil detrás de sus gafas, a la fisonomía del protagonista ideado por Wiene. Tampoco resulta impensable asociar la silueta femenina que brota de la caja ubicada sobre la base inferior deAl margen del mito (1995) con una de las víctimas de Cesare. ¿Y acaso esa caja que desde su cavidad expide todo el juego visual del cuadro no puede simbolizar el recipiente alquímico de Felguérez, aquel que cuece sus propias fórmulas caligráficas y pictóricas ``al margen del mito'' Caligari? Desde ese individual y cultural arcón cabalístico, aflora el ``cadáver exquisito'' de todo relato como una cifra a fuego, tan nítida y callada como la ``voz ausente'' o La voz inmóvil (1996), otra de las telas que contiene la muestra. Todo consiste en sustituir una coreografía subsumida, secretamente latente, la que configuraría verosimilitudes para dejar que aflore -en movimiento continuo, volátilmente esférico unas veces, en suave o precipitada caída vertical otras- la sonoridad de manchas, gradaciones y contrastes tonales, áreas netamente delimitadas o difusas, líneas rectas y curvas, en recoveco, grafos que esbozan los rastros de una escritura icónica, diversos labrados de la materia.

Felguérez, en efecto, toca la cuerda de aisladas intromisiones figurativas como quien ejerce, lúdicamente, desde tales ínsulas, un acto de voyeurismo sobre la denodada arreferencialidad de su universo visual. Y hasta se permite el desenfado -en el contexto de una obra eminentemente pictórica y clásica dentro del arte contemporáneo- de pegar sobre el rincón superior izquierdo del bastidor denominado Vestigio (1996) algunas hojas arrancadas a un libro de arte con reproducciones de caballos. No asume, mediante tal recurso, la representación ilusionista con su propio pulso; por el contrario, desplaza tal recurso al patrimonio histórico, atemporalizando la pauta realista con cierto asomo de humor. Después, sobre el resto de la estructura, enlazadas con el amorfismo predominante, boceta ambiguamente otras versiones del mismo animal. Esta suerte de intraglosamiento no se priva de un centauro femenino, que refuerza el desfase atemporal reconstruyendo y transgrediendo simultáneamente al mito. ¿Desgrana Felguérez un diagrama de trucos simbólicos para dejar sentada la continuidad de la propuesta abstracta mediante la pátina ahistórica e intangible que comporta el mito y su andrógina desacralización? Sin duda sí, pero también se trata, simplemente, de un divertimento en manos de un pintor sobradamente experimentado.

Los artistas que en México produjeron, como generación, la ruptura con la Escuela Mexicana de pintura, es decir, quienes grupalmente colocaron sus relojes a tono con las vanguardias internacionales, no concretaron estallidos formales al tipo de otras manifestaciones en otros países. Cuando trabajaron sobre el caballete, no alteraron sustancialmente el formato del cuadro, no rasgaron ni quemaron las telas. Manuel Felguérez ejecutó relieves y experimentaciones relacionadas con la arquitectura; Alberto Gironella elaboró cuadros adosando objetos a los mismos -recuérdense algunos de sus montajes memorables de la no menos memorable serie dedicada a la reina Mariana-; Vicente Rojo, en 1964, trabajó con esferas rotas pegadas a sus simultáneamente geometrizadas y caóticas superficies, además de emprender, en 1969, el ``Artefacto''. Pero casi siempre, cuando abordaron el formato del cuadro, en la constitución de sus imágenes prevalecía un sentido constructivo que las vinculaba más a la primera vanguardia que a la segunda. Había en sus estructuras una mezcla de solidez de roca -valga la metáfora-, despliegue, expansión y compactamiento, en cuya pulsión secreta debe leerse, a manera de muy mediatizado sustrato, la herencia visual de los grandes monumentos prehispánicos y barrocos. Este cauce analógico puede resultar controvertido y polémico; sin embargo, no lo es tanto si para establecerlo se parte, en principio, de una conciencia de la extrema disimilitud entre los fenómenos mencionados.

Aclarado lo anterior, retornemos a la exposición para comprobar que, límites adentro del bastidor y de los mecanismos atestiguados por toda su trayectoria, el artista que hoy nos ocupa demuestra una amplia versatilidad; desde, por ejemplo, la despojada conjunción de manchas presente en Sentimiento del tiempo (1996), hasta el intrincado dinamismo de Marmórea espuma (1995), La espiral rota (1993), Viaje en el tiempo (1995) y otros resultados. Del envolvente periplo de líneas y áreas que definen las formaciones mayores, brotan, con una tensión expansiva-oclusiva incesante, formas menores, presionadas por un movimiento que las expele y deglute al mismo tiempo. Cierta delicada visceralidad atraviesa la imagen, rememoraciones de una materia bullente, calcinada, ósea, en suave contraste con las regiones del cuadro donde la riqueza del dibujo compone estanques de alta poeticidad; lo vemos en el dibujo recogido en rescoldo sobre el óvalo central de El palacio del rey de oros (1994), como si buscara develar y velar la enigmática vida de palacio. Lo observamos también en Al margen del mito y en muchas otras obras. Pero el trazo insinuador de caligramas sígnicos se convierte en línea que atraviesa extensamente el campo de la imagen con su multiplicidad de empastes: transparencias detenidas en la pura vibración del color, zonas espatuladas para resaltar la corporeidad del óleo, densidades contra parcelas adelgazadas, chorreados que provocan el efecto de una caída sobre la dimensionada espacialidad del cuadro (El compás roto, Senda natural, 1996), veladuras con sabor a reliquia o pergamino (Octubre en el aire, Rumor en la sombra, 1996).

Salvo la escultura en vidrio de 1989, claramente signada por las leyes de la geometría matemática, las demás piezas tridimensionales que participan en la muestra se ubican en un concepto más libre de las formas geométricas. De nítida filiación clásica, compactas a veces, más sueltas otras, su lenguaje está hecho de hondas convexidades y concavidades de circuitos cautamente penetrados de aire, rasgos por los que estas esculturas logran distintos grados de interacción, siempre mesurada, un tanto estática, entre volumen y entorno circundante.

Un tríptico, El tercer sueño (1996), sobresale: las grandes áreas rojas y blancas que lo componen, plenas de matices y frecuentadas por el grácil discurso del dibujo, emergen de la nocturna profundidad del espacio, donde el azul se funde con gradaciones de gris y de negro. Y esas generosas masas, dispuestas horizontalmente sobre los tres paneles, dan a la visión global la percepción de un suave descenso; se yerguen, asimismo, como instancias de luz que crean un contrastante juego de espejos con el sombrío ensamble formal del fondo. Con su magnificencia, El tercer sueño forja una alta lección de pintura en la mitad de una sala donde, junto a los otros cuadros que la completan, el sueño designado por el nombre entrega al espectador la conmovedora realidad de una obra en la que su autor parece haber echado el resto. Tal es el vigor y la lealtad a una trayectoria que testimonian estas telas pintadas en 1996.

Lelia Driben

* La muestra se presentó anteriormente en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, entre enero y junio de 1997.




La invención de lo orgánico

Hay mucho de dramatismo atlético en el nombre de El límite de una secuencia: un esfuerzo repetido hasta su mismo borde. No es raro: Manuel Felguérez, según han contado Jorge Ibargüengoitia y Juan García Ponce -en ``Falta de espíritu scout'' y Recuerdos, personas y anexas, respectivamente-, fue en su juventud un excursionista incómodo; el tipo de explorador que se rebela por considerar tibio el infiernillo dominical de los scouts convencionales. Tal condición determina un espíritu dispuesto a la búsqueda esforzada de paisajes arduos y novedosos; de ahí que como artista haya también probado de todo: es escultor y pintor, y en sus trabajos decisivos, las dos cosas al mismo tiempo; ha incursionado en el arte matérico, cinético, geométrico, maquinista, informático; por su lado más fresco ha desarrollado retablos, tapices, juguetes, cerámica.

En 1973, Felguérez expuso en el marco de la exposición El espacio múltiple, albergada por el Museo de Arte Moderno de la ciudad de México, tres trabajos que compartían el título El límite de una secuencia. Las obras -de formas similares pero dispuestas de maneras distintas, mediante diversos materiales y con diferentes colores- son una suerte de múltiple con variaciones: una serie de planos rectangulares superpuestos sobre dos cuadrados -también superpuestos- y enmarcados por un triángulo equilátero en la parte baja y un arco en la derecha. Los materiales de que se componen estos trabajos son fríos: metales y acrílicos; sus colores, opacos. Considerando lo anterior, resulta enigmático que el grupo de óleos y esculturas recientes que Felguérez expone en el Museo Tamayo se llame también El límite de una secuencia: son obras informales, orgánicas, en colores brillantes y vigorosos. La relación entre los trabajos de los años setenta y los más recientes es tan escasa que sería difícil suponer no sólo que comparten el nombre, sino incluso al autor.

Tal vez sea entonces que el título de las viejas obras y la nueva exposición no describa -en tanto esto sea posible- su contenido, o ciertas evocaciones provocadas por él, sino la situación del artista: Felguérez se propuso en años recientes, como lo habrá hecho en los setenta, llegar al extremo de alguna forma de expresión. Si con la exposición El espacio múltiple alcanzó su momento geométrico más duro, con El límite de una secuencia estamos frente a su opuesto radical: el tope de la organicidad en el terreno de la abstracción.

Cuando a fines de los años cincuenta el grupo de artistas al que pertenece Felguérez comenzó a distinguirse, la escuela muralista mantenía su influencia. Por difícil que resulte creerlo hoy en día, durante los años de gloria de Elvis Presley los maestros de la posrevolución conservaban completo su prestigio, y sus designios -no siempre preocupados por asuntos estéticos- eran cumplidos religiosamente. El éxito neoyorquino de Tamayo no mellaba aún la parálisis en que se había terminado por sumir la plástica mexicana, tras el benéfico impulso del pensamiento vasconcelista.

Los artistas que poco más adelante se integraron en la generación de La Ruptura se encontraban en una posición de desventaja internacional: tenían que convencer a un publico educado por un grupo de maestros que partía del supuesto de que la pintura debía ser didáctica. En un momento tan tardío como 1967, la prestigiada crítica colombiana Marta Traba todavía denunciaba -con la estridente retórica de tiempos más radicales-: ``Contra ellos [los artistas de La Ruptura] se alzaba y alza la maquinaria del Estado revolucionario burgués, el poder del Partido, la mediocridad gobernante, el público con el gusto pervertido, la vigencia eterna de mausoleos atroces como la Escuela de Bellas Artes, el peso de la mitología revolucionaria.'' Mientras por todo Occidente se imponía con facilidad la pintura no-figurativa sobre lienzo -era el momento del Expresionismo Abstracto y la Abstracción del Cono Sur-, en México seguían de moda las efigies gigantes al fresco.

En ese contexto, lo natural era que los artistas más jóvenes negociaran sus métodos, adaptando su nueva fe a las formas resistentes del arte local. Manuel Felguérez representó en ese momento la figura decisiva en la transición: su atenta observación de los modelos escultóricos prehispánicos -en México se ha cedido frecuentemente a la tentación de considerarlos como clásicos domésticos- y un don natural para el hallazgo de materia plástica en donde los demás sólo vemos desperdicios, lo convirtieron en el portavoz de la nueva sensibilidad.

Entre 1963, fecha de la que data el célebre y sintomáticamente destruido mural Canto al Océano del Deportivo Bahía, y 1979, año de erección del decisivo Espacio Escultórico de la UNAM, Felguérez dedicó esfuerzos, acaso de manera involuntaria, a matizar la incomprensión del arte no-figurativo mediante la adaptación de las técnicas de la plástica reciente a paredes vistas por las mayorías. No es que estemos ante una suerte de apóstol de la abstracción -aunque alguna vez se haya considerado tan dudosa posición como encomiable- más bien las dotes naturales del artista sumadas a su gusto por el trabajo en formatos inmensos, lo dejaron en posición de renovar el arte ornamental.

En este caso, la solución al problema del tránsito entre la pintura moderna y la contemporánea fue la adaptación de las nuevas formas -abstractas, constructivistas, matéricas, maquinistas- al género clásico del bajorrelieve, por entonces -y curiosamente hasta hoy en día- llamado en esta situación específica ``mural escultórico'', en parte por razones técnicas -los elementos de la obra no están labrados sino adheridos al muro- y en parte para conjurar, mediante la inclusión de la palabra mágica de la posrevolución, el horror de las buenas conciencias.

La situación no es única: las transiciones más graves en materia plástica suelen resolverse mediante la vuelta a los clásicos, y el bajorrelieve -según estableció Wilhelm Worringer en su hoy rebasado pero aún útil y sobre todo disfrutable Abstracción y naturaleza- resuelve el problema del arte que, aun requiriendo de ciertos nexos con los modelos naturales -nada más dependiente de lo natural que la pintura didáctica-, se quiere abstracto: cerebral, vaciado hacia el interior.

Octavio Paz ha dicho que se es original no cuando se es distinto de la generalidad, sino cuando la obra apela al origen. Tal es el caso de los trabajos decisivos en la carrera de Felguérez, quien cada vez que se ha encontrado en el ``límite de una secuencia'' -estética, histórica, estilística- ha sabido retornar a lo primario sin traicionar sus ideas básicas sobre lo que debería ser el arte.

El Canto al Océano -cada día que pasa va apareciendo con mayor claridad la franca ceguera que significó su destrucción- no sólo representaba las ondulaciones del agua mediante el bajorrelieve curvo; estaba tramado con una cantidad infinita de conchas marinas. Es a través de gestos como éste por donde sopla el aliento barroco señalado por Luis MarioÊSchneider en su ensayo: La obra de Manuel Felguérez o la anatomía del vértigo.

Lo decisivo en la voluntad barroca, contra lo que afirma la sabiduría popular, no es el recargamiento ornamental sino su denso apego a lo elemental, lo terreno, por medio de la presentación de superficies masivas en movimiento. ``Efecto de masa y movimiento'', dice Heinrich Wšlfflin para definir la particularidad de este método de expresión. La catedral de la ciudad de México no es barroca por la riqueza extrema en el adorno de sus columnas, sino por lo expuesto de su carácter masivo. La decoración radical sirve para acentuar, por contraste, el espíritu ctónico de la arquitectura italiana de siglo XVI, que pasó entera al México en proceso de refundación tras la conquista.

En la obra de Felguérez, Canto al Océano, como las partes expuestas al óxido en la escultura metálica La llave de Kepler, en la Ciudad Universitaria, o las piezas de maquinaria frecuentes en sus collages de los primeros años ochenta, tienen la función de señalar por contraste la tendencia a lo elemental del conjunto de cada trabajo. Aquí utilizamos esta categoría -lo elemental- no en su acepción de ``sencillez'' sino de ``fundamento'': aquello que sucede en la mente del artista cuando trabaja ``para adentro'', como diría Damián Bayón con su añorada solvencia lingüística.

Después de 40 años en la línea de combate del arte más cerebral de nuestro tiempo, Felguérez sorprende en el nuevo Límite de una secuencia con un retorno parcial a las formas y colores cálidos, pero, como habría hecho en los tiempos de scout, por la ruta más escarpada. La obra reciente es tan orgánica que a ratos desemboca en lo figurativo, no como el guiño irónico presente en ciertas obras de los años sesenta -en las que aparece un desnudo perfecto asomado por una ventana entre un paisaje vigorosamente abstracto-, sino como un franco desborde sensual de las formas tibias. No es, por supuesto, que de pronto Felguérez haya decidido dibujar sobre el lienzo -a ello se debe que cuando requirió de una representación bien nítida (Vestigio) haya optado por el collage-; parece más bien que las figuras fueron surgiendo: un falo, una máscara, un torso. Si se hubiese tratado de una vuelta a la figuración -un estilo del que no ha participado desde los años cincuenta- las efigies gobernarían los cuadros. Las formas que imitan a lo natural están ahí más bien como notas, casi pies de página, sobre el estado mental que animó el trabajo.

Las viejas imágenes felguerianas han alcanzado su punto límite en términos de cercanía con lo natural, los círculos dobles abandonaron su antigua perfección para pasar a formas más o menos irregulares y texturizadas. En el caso más radical -Coatlicue 2-, son un par de ojos; los globos nítidos de antes se muestran ahora imprecisos como riñones, tal vez semillas a punto de reventar en planta. En los últimos años, la pintura de Felguérez ha tendido a la organicidad; los leves impulsos figurativos que decidieron la particularidad de sus nuevos cuadros -su condición ``límite''- no son producto de la imitación de lo natural sino de su simple brote. Frente a ellos presenciamos la última premisa de una larga y secreta reflexión formal: como en un pantano antiquísimo, una mezcla afortunada de estructuras en descomposición propició que apareciera la forma vital.

Alvaro Enrigue