La Jornada Semanal, 14 de septiembre de 1997



COMO INVENTAR LECTORES


Colm Tóibín


Hace 150 años, el célebre Batallón de San Patricio, integrado por soldados irlandeses, decidió ponerse del lado de las tropas mexicanas para combatir la invasión norteamericana. Conmemoramos este hecho de solidaridad y bravura con una muestra de literatura irlandesa. Colm Tóibín nació en 1955 y vive en Dublín. Entre su obra ensayística destacan El signo de la cruz y Homenaje a Barcelona. También es autor de la novela El sur y colabora como crítico en el Irish Times.



En 1974, a la edad de diecinueve años, estudiaba mi último curso de Inglés e Historia en el University College de Dublín, la misma institución educativa a la que asistió James Joyce a principios de siglo. Un día, en una clase tutorial impartida por una conferencista de origen inglés, comenzamos a estudiar el gran poema de Tennyson titulado ``In memoriam''. Ella nos leyó el pasaje acerca del árbol del tejo en un cementerio, y quedó muy soprendida ante el silencio cuando preguntó si todos sabíamos cómo era el árbol del tejo. ``Crecen en los cementerios, seguro los conocen'', dijo. Después de un buen rato, alguien por fin le contestó que, en general, no había tejos en los cementerios católicos de Irlanda, es más, ni siquiera había árboles en esos sitios. ``Entonces no hay modo de que puedan entender el poema'', dijo. Nadie logró armarse de valor para demostrarle que estaba equivocada: vaya si podíamos leer el poema, todos nosotros habíamos crecido con la convicción de que hay una vida después de la muerte, así que nos resultaba sencillo imaginar la idea de una comunión entre los muertos y la naturaleza; mucho más sencillo, quizá, de lo que sería para quienes estudiaran a Tennyson en Inglaterra.

Me quedé con las ganas de preguntarle si sabía lo que era un tundish. En aquel famoso intercambio de ideas entre Stephen Dedalus y el decano jesuita inglés, en el capítulo cinco del Retrato de un artista adolescente de James Joyce, Stephen emplea la palabra tundish para referirse al embudo con el cual se vierte aceite en una lámpara.

``-¿A esto se le llama tundish en Irlanda? -preguntó el decano-. Nunca en mi vida había escuchado esa palabra.

-Se le llama tundish en la baja Drumcondra (una zona de clase media baja en Dublín) -dijo Stephen, a carcajadas-, donde se habla el mejor inglés.''

Unos párrafos más adelante, Stephen piensa en aquel tipo inglés. ``La lengua en que estamos hablando es suya antes que mía. ¡Qué diferentes son las palabras hogar, Cristo, cerveza, maestro, en sus labios y en los míos! No soy capaz de pronunciar o escribir estas palabras sin tribulación espiritual. Su lengua, tan familiar y tan extranjera, siempre será para mí un idioma adquirido. No he hecho o aceptado sus palabras. Mi voz las tiene acorraladas. Mi alma se corroe a la sombra de su lengua.''

A mi mente vienen el tundish de Joyce y el tejo de Tennyson como chispas que saltan gracias a la fricción entre la lengua inglesa y la mente irlandesa: para los escritores ingleses, así como para los escritores franceses y alemanes, la lengua encarna algo natural y de larga tradición; para nosotros, en Irlanda, la lengua es algo cultural, nos viene merced a la colonización más que al cambio lento, y la tradición se ha roto. Así pues, hoy día, en la mayor parte de la poesía y la prosa irlandesa en inglés -en la poesía de Seamus Heaney o de Paul Durcan, en la prosa de John McGahern o de John Banville- existe un halo de extrañeza en torno a palabras y frases: dan cabida al hecho de que la lengua misma se presenta como gran manipuladora. En su obra, la lengua nunca es funcional; ellos entienden su belleza y su fragilidad y su misterio. Entonces, Heaney y McGahern infunden en sus palabras un pavor casi religioso; Banville y Durcan rodean de ironía y de un espíritu travieso cada palabra que escriben.

``En el ámbito de la escritura inglesa, se habla muy poco de tradición, aunque de vez en cuando se emplea su nombre al deplorar su ausencia'', escribió en el ensayo titulado ``La tradición y el talento individual'' el poeta norteamericano T.S. Eliot, quien se volvió más inglés que los propios ingleses. ¿Qué diría un ensayo tal si comenzara con la frase ``En el ámbito de la escritura irlandesa...''?

En el ámbito de la escritura irlandesa hemos logrado sobrevivir para heredar a la tensión entre el non serviam latino -la insistencia de Satanás y de Stephen Dedalus en mantenernos fuera del redil- y los gruñidos y lamentos anglosajones que inundan la obra de Samuel Beckett. E incluso hemos heredado algo aún más crucial: una tensión entre la noción del inglés como una plaga que nos ha atacado (creencia con la que yo crecí), y la de una lengua que poseemos ``de manera más profunda y sonora que, incluso, la mayoría de los ingleses'', según ha dicho Seamus Heaney a propósito del poeta caribeño Derek Walcott.

Una lengua se ha desvanecido -si bien aún existen algunos maravillosos poetas que escriben en gaélico, como Nuala Ni Dhomhnaill y Cathal O'Searcaigh-; lo cual significa que la otra, el inglés, la que usamos ahora, podría correr la misma suerte, resbalar y fallar, tal como en la obra teatral All That Fall, de Samuel Beckett; cuando el señor Rooney le dice a su esposa: ``A veces podría pensarse que estás luchando con una lengua muerta'', ella le contesta: ``Bueno, ¿sabes qué?, hemos de admitir que morirá con el tiempo, a semejanza de nuestro pobre y viejo gaélico.'' Y la tradición irlandesa en inglés, de Jonathan Swift a las nuevas generaciones, comienza justo ahí: la lengua debe trabajarse por lo que vale hasta que, según el narrador de John Banville en Nightspawn, una de sus primeras novelas, ``estemos hasta los cojones de papel, y este testimonio permanezca: amor a las palabras y odio a la muerte. Más allá de esto, nada''.

La tradición se vuelve profundamente irónica por amor a la palabra, pero siempre en el entendido de un cierto desdén por ella y una necesidad de buscar, más allá de su ser, lo que no revela. Las fracturas de la historia irlandesa y el legado de pobreza y colonialismo otorgan un tono peculiar al novelista en Irlanda: no existe un sentido del tiempo y del lugar compartido. Los momentos centrales en la historia de Francia, por ejemplo, son urbanos y comunes a todos. Irlanda careció de comunas -no hubo Ilustración ni Reforma-, ninguna chusma suelta por las calles. Sólo tuvo pequeños, extraños grupos aislados de resistencia, sacrificios personales -huelgas de hambre, por ejemplo- como una suerte de metáfora del sacrificio general, actividad que se asemeja a la literatura en su afán por agitar al populacho, por tocar una cuerda común y sobrevivir en su memoria.



Resultaba más fácil para un poeta que para un novelista funcionar en esta extraña y desarticulada sociedad, poblarla con campesinos y rudos jinetes-caballeros campiranos, tal como lo hizo W.B. Yeats, o con infancias doradas en Irlanda del Norte, como lo ha hecho Seamus Heaney. Irlanda se edificó sobre sueños; el nacionalismo irlandés, sobre canciones y poemas más que sobre intereses económicos personales: no había sociedad, códigos de conducta establecidos, sentido de la continuidad, tradición, dinero; nada de lo que el novelista pudiera sacar provecho y, hasta hace muy poco, ni siquiera había lectores.

Aquí comienza, pues, la tradición de la novela irlandesa. El novelista irlandés podía aprovechar poca cosa de Balzac, Zola, Dickens o George Eliot; necesitaba inventar una forma, una estructura, un lenguaje y, en ocasiones, un lector integrado. En la novela irlandesa, del Ulysses de Joyce al At-Swim-Two-Birds de Flann O'Brien, Birchwood de John Banville o The Pornographer de John MacGahern, la parodia y el pastiche se añaden al caldo para diversión del narrador, como si no existiera un lector real fuera de las páginas del libro. Tales estrategias se apoyan en el espíritu moderno, acaso a manera de espejo de lo que estaba ocurriendo en otras partes en la poesía y en la música; sin embargo, resulta especialmente notable que la tradición más importante dentro de la novela irlandesa por un periodo de sesenta años estuviera, a diferencia de otros sitios, tan bien preparada para emprender experimentos, trucos formales y parodias, así como para conformar lectores.

No había un solo lugar entre la historia y el destino en que el novelista pudiera acampar. En el mundo de John Banville, todo tiene que imaginarse o construirse: nada existía ahí antes de la novela. En el austero universo de Beckett, nada existe después de la novela, dentro de la novela tampoco, y no hay búsqueda, nada salvo el paso del tiempo, y nada es posible, pero ciertas cosas son probables; estas probabilidades, con todo el infinito absurdo que conllevan, acosan a las obras narrativas y teatrales de Beckett desde un principio. Respecto de la obra de John McGahern, en novelas como The Barracks y The Leavetaking, el destino del protagonista irlandés resulta ser el de toda la humanidad: solo, perdido, en busca de un lugar sin resquebrajar, que acaso hubiera existido en el pasado, que será posible en el futuro sólo de una manera personal e íntima, pero que, probablemente, no será posible del todo.

Las obras de juventud de John McGahern y Edna O'Brien alcanzaron una enorme relevancia política a principios de los años sesenta en Irlanda. La Iglesia católica aún era un monolito; ningún partido político había osado oponérsele. Controlaba, como todavía lo hace, las escuelas y los hospitales. También ejercía un eficiente control sobre la liga de la censura. Las primeras voces que se opusieron al poder de la Iglesia no fueron las de los defensores de los derechos civiles, las de los periodistas o las de los políticos, sino las de los novelistas: The Dark, de John McGahern, se prohibió en 1966; las primeras novelas de Edna O'Brien tuvieron el mismo destino. McGahern fue despedido y perdió su plaza de maestro; los libros de Edna O'Brien se quemaron públicamente en su pueblo, en Irlanda occidental. Pero los libros de ambos se conseguían fácilmente, y la prohibición sólo los hizo famosos: por primera vez se proyectaba una luz sobre los oscuros y ensombrecidos terrenos de la sexualidad en Irlanda. Los dos siguieron escribiendo y publicando, como hasta ahora. Cuando yo era chico, mis padres escondían los libros de McGahern y de Edna O'Brien (así como Couples, de John Updike) en el piso de arriba. Sus nombres tenían poder, como los de los disidentes que, poco a poco, se nutrían del poder del silencio en Irlanda.

Y en unos cuantos años todo cambió. En 1958, el gobierno publicó el Primer Programa de Expansión Económica, por medio del cual se daba la bienvenida a capitales extranjeros en Irlanda y se abandonaban las políticas económicas proteccionistas. Desde entonces y hasta 1972, Irlanda comenzó a prepararse para la alianza con los Estados Unidos. Para finales de los sesenta, la mayoría de los escritores dejaron de estar prohibidos. Merced al Decreto de Finanzas de 1969, los ingresos de los escritores (y de los pintores) se declararon libres de impuestos. Irlanda necesitaba cambiar su imagen de lugar oscuro y atrasado en la periferia de Europa -un lugar del que los escritores salían huyendo-, por la de un Estado moderno.

Si John McGahern y Edna O'Brien encarnan las dos figuras centrales y distintivas de la liberalización de Irlanda, entonces John Banville y Brian Moore representan, con enorme vigor, la actitud que da la espalda a la obsesión de Irlanda consigo misma. Acaso no fuera ninguna coincidencia que Birchwood, de John Banville, novela en la cual la historia irlandesa se ve como una gran broma, saliera a la venta el mismo año en que Irlanda estableciera fuertes nexos con los Estados Unidos. En novelas posteriores, como Kepler y Doctor Copernicus, Banville trata el tema del centro mismo de la imaginación europea en un tono tortuoso, enterado y brillante. Por su parte, Brian Moore ha pasado casi toda su vida exiliado en Norteamérica; sin embargo, una y otra vez ha vuelto a tratar temas como la violencia política, el sueño colonial, la fe en la madre patria -casi siempre fuera del contexto irlandés-, ubicándolos en Francia, en Haití, en Polonia, o bien en el Canadá del siglo XVI, pero echando mano de la peculiarísima comprensión de estas cosas, tan propia de la gente irlandesa. Su estilo se ha vuelto cada vez más terso, como si hubiera cortado la mayor parte de lo escrito, dejando únicamente las frases esenciales.

En 1967, el gobierno introdujo el sistema de educación secundaria gratuita; en 1968, el de educación universitaria gratuita para familias de escasos recursos. Una nueva generación creció en este ambiente de expansión y confianza. En 1981, el gobierno creó una especie de Academia Irlandesa -Aosdana-, que incluía a 150 artistas -desde París, Beckett adquirió la membresía-, y aceptó otorgar un aporte financiero al sueldo de artistas cuyos ingresos hubieran bajado hasta un cierto nivel. Una enorme casa, muy cerca de la frontera, se transformó en residencia para escritores y pintores. Las aerolíneas nacionales ofrecieron mil vuelos gratis al año para los artistas. Se estableció una agencia oficial para el subsidio de traducciones de libros escritos por escritores irlandeses. En vez de fogatas, hubo una llamarada de bienvenida y valiosos premios literarios.

Yo recuerdo el anuncio de la educación universitaria gratuita en 1968 y la ráfaga de emoción en nuestra familia. Recuerdo haber subido a mi cuarto a pensar en todo ello. Me daba cuenta de que esto significaba que yo podría ir a la universidad. Pero el ambiente general propiciaba otros pensamientos también. Me dejó de preocupar el conseguir trabajo, lo cual había obsesionado a la generación de mis padres. Viajé por Europa, fui testigo de la transición de la dictadura a la democracia en España. Intenté escribir poesía y cuentos cortos. Trabajé de periodista.

Pero la sola idea de escribir una novela a principios de los ochenta cambió mi vida. Y por toda Irlanda comencé a compartir esta idea con gente que entonces no conocía. Así como un grupo de poetas

-Seamus Heaney, Derek Mahon, Michael Longley, Ciaran Carson, Paul Muldoon- comenzó a publicar en Irlanda del Norte en la década de 1965-75, un grupo de novelistas lo hizo también entre 1985-95. No tenemos mucho en común, no predomina ningún estilo. Novelistas como Dermot Bolger, Roddy Doyle y Joseph O'Connor, han incorporado a sus libros un Dublín extraño, suburbano, en el que la gente solía vivir pero acerca del cual no se escribía. Otros como Patrick McCabe, Anne Enright, Hugo Hamilton, Colum McCann y Eoin McNamee han vuelto a la preocupación constante de la ficción irlandesa en torno al tono y al estilo, al lenguaje y a la forma. Se han visto influidos profundamente por la música y el cine, por las novelas policiacas y la ficción norteamericana. Pero en el núcleo de su obra se halla la idea de que el lenguaje no es orden, de que la palabra no es normal, lleva una carga cultural, y el estilo es un modo de esclarecer este asunto a los ojos del lector. Es el legado de la historia y, una vez desencadenado en la palabra, parece poseer posibildades infinitas.

Traducción: Pura López Colomé