La Jornada Semanal, 14 de septiembre de 1997
John Banville dirige el suplemento cultural del Irish Times. Es autor de una singular recreación de la vida de Kepler y su polémico trato con el astrónomo danés Tico Brahe. Acaba de publicar la novela Los intocables.
A mediados de los ochenta, cuando el ERI y la violencia leal a la corona se hallaban en un punto particularmente agudo en el norte, una conocida mía, que creía necesitar un trabajo en verdad desafiante, buscó empleo en la Oficina de Turismo de Irlanda del Norte. Me imagino que durante la década de intervencionismo, hasta septiembre del año pasado, las tareas que tomó bajo su responsabilidad le ofrecían suficientes retos para satisfacer sus necesidades más masoquistas; si no, hoy día ha de estar pensando en mudarse a territorios de matanza fresca.
Durante los diez meses posteriores a que el ERI y las tropas paramilitares leales a la corona convocaran un cese de las hostilidades, producto estas últimas de una guerra intestina que había desatado la cólera en Irlanda del Norte a lo largo de veinticinco años, una calma delicada, delgada como el cristal, se esparció por toda la provincia. Los medios de origen irlandés no han dado la espalda al tema con exactamente el mismo grado de decepción -de resentimiento, incluso- que se dio ante el éxodo masivo de la comunidad noticiosa internacional en Sudáfrica el año pasado, cuando las pronosticadas guerras civiles y tribales de aquel lugar no se materializaron: por un lado, los ceses al fuego irlandeses son frágiles; por otro, apenas ha habido avances en la mesa de negociaciones, y Gran Bretaña, una vez más, ha demostrado su confiabilidad en cuanto a hechos que, en el mejor de los casos, pueden llamarse de enorme insensibilidad, tal como la liberación prematura del asesino convicto conocido como Soldado Raso Clegg (desde que este hombre comenzó a figurar en las noticias, ha sido uno de esos personajes que aparentemente carecen de nombre propio, como el Capitán Ahab).
Se trata del paracaidista británico que mató a balazos a una adolescente ``rompe reglas'' que paseaba en un coche robado en Belfast en 1990. A pesar de lo que los nacionalistas reclaman como esfuerzos vigorosos de parte de las instituciones judiciales británicas y de Irlanda del Norte por otorgarle el perdón, Clegg fue encontrado culpable del homicidio de Karen Reilly, de 17 años de edad. La semana pasada (el tres de julio) obtuvo su libertad, después de haber cumplido sólo cuatro años de una sentencia a cadena perpetua. La reacción en las calles de Belfast no se hizo esperar: días y noches de amotinamientos en áreas nacionalistas, quema de automóviles y docenas de heridos entre policías y manifestantes. Y todo esto, justo cuando el Norte estaba a punto de lanzarse a la ``Temporada de marchas'' anual, en el marco de los desfiles de la Orden Naranja, momento en que las pasiones de siglos estallaron en llamas, una vez más, bajo el calor (o, con mayor frecuencia, a pesar de la lluvia) de mediados de julio.
Clegg era un paracaidista, lo cual es en sí mismo significativo: fueron precisamente miembros de un Regimiento de Paracaidistas quienes mataron a balazos a los 13 católicos desarmados que participaban en la marcha de protesta, en la zona católica de Derry conocida como ``la ciénaga'' (Bogside), aquel famoso ``Domingo sangriento'', en 1972. Además, algunos comentaristas, no todos nacionalistas, mencionaron que podría no resultar del todo irrelevante que el Soldado Raso Clegg hubiera conseguido su libertad a principios de una semana en la cual el Primer Ministro británico, John Major, se hallaba de cara a las elecciones de liderazgo, y con una enorme necesidad de un hueso para lanzarle a la jauría del ala derecha de su partido, que estaba ladrándole en los talones. A los ojos irlandeses, los motivos de la ``Pérfida Albión'' siempre se muestran oscuros, y las realidades, sucias.
Hasta ahora, la reacción ante la liberación del Soldado Raso Clegg se ha reducido al apedreo y a los incendios premeditados; nada de armas. Tanto Sinn Fein como los representantes leales a la corona han exigido que a los presos políticos se les trate de la misma manera que a Clegg, y que se les libere sin condición alguna. Es posible que se llegue a algún tipo de acuerdo, por más que el problema revista complejidad y peligro. En las prisiones del Norte viven hombres y mujeres bastante violentos, todos los cuales son legítimamente capaces de alegar su condición de ``presos políticos''. ¿Acaso se puede esperar que las autoridades permitan que semejante gente ande en libertad por las calles aún humeantes de Belfast y Derry?
Recientemente recordé una conversación que sostuve, hace años, con aquella conocida que trabajaba para la Oficina de Turismo de Irlanda del Norte. La gente del sur, según ella, no tenía ni idea de cuán bella era Irlanda del Norte, cuán apacible, cuán amigable, incluso en tiempos de guerra. Por años enteros, mi esposa y yo insistíamos en ir allá de vacaciones; mi esposa siempre había querido ver Giant's Causeway, esa extraña formación rocosa que se proyecta sobre el mar desde el extremo norte de la costa de Antrim. Ahora, según decidimos, no sin cierta vergüenza -lo decente habría sido ir en épocas en que aún persistían los ``problemas''-, era un buen momento para cumplir aquel deseo. Así pues, hicimos los arreglos para pasar un fin de semana de viaje por el Norte, comenzando con una visita a Belfast, donde almorzaríamos con una pareja de viejos amigos.
Partimos en coche, desde Dublín, un jueves. Hacía un calor muy fuera de estación. Bueno, no fuera de estación, supongo, en el sentido estricto de la expresión, sino que un mes de julio irlandés normalmente no produce lo que cualquier fuereño consideraría el típico clima de julio. Lo primero que nos llamó la atención al cruzar la frontera en Newry, fue el silencio que se esparcía como una red de camuflaje sobre el puesto de control del ejército británico: unas instalaciones enormes, con sus torres blindadas de artillería, sus cámaras automáticas y sus rampas enclavijadas. Ese día el lugar era un desierto. Casi lamenté ya no ser capaz de experimentar el pequeño pero definitorio frisson del terror que solía burbujear como champaña por mi médula espinal cuando un soldado armado futurísticamente, el rostro opaco y el casco con su guirnalda de ramitas, daba un paso al frente para exigir pruebas de mi identidad y mi destino. Esa solía ser una de las experiencias existenciales definitorias de la vida irlandesa anterior al cese al fuego.
Conforme pasábamos siseando por el largo declive de la MI, aproximándonos a Belfast, la ciudad resplandecía ante nosotros con el color de llama azulosa del mediodía, como una metrópolis de lotes baldíos de una de esas películas de ciencia ficción, technicolor, clasificación B, de los años cincuenta, llena de montones humeantes, vidrio chispeante y techos apiñados, azul plomo. Hace años, al entrar a Belfast en coche, di una vuelta equivocada al salir de la complicada circunvalación al final de la carretera, y en cuestión de instantes me hallaba en un callejón sin salida de casas de ladrillo, con una enorme bandera de la Gran Bretaña pintada en el muro ciego del fondo; retrocedí y salí de ahí a toda velocidad, y hasta después me di cuenta, con un cierto escalofrío, del riesgo que había corrido al salir manejando como de rayo de una calle de leales a la corona, en un coche con placas de Dublín. El día de hoy sentí de nuevo un ligero toque de aquel antiguo nerviosismo, cuando hacía mis trámites para entrar a la ciudad.
Pero Belfast ha cambiado. Mientras caminábamos por las calles, rumbo a un restaurante del centro de la ciudad, nos impresionó mucho la nueva (para nosotros) apertura de la gente. Hasta se veían distintos: más vivos, más alegres, más... bueno, más esperanzados. Y qué platicadores. En los viejos tiempos, sin importar su buena disposición ante un sureño como yo, siempre resultaban circunspectos, ya que su lema era, según la frase famosa de Seamus Heaney: ``digas lo que digas, no digas nada''.
``Parecen prisioneros -comentaba mi esposa- a los que acaban de liberar de un campo de exterminio.'' Tomando en consideración los horrores de los últimos veinticinco años, esta comparación no sonaba demasiado exagerada. De camino al restaurante, pasamos enfrente del Hotel Europa, que merece un espacio en el almanaque Guiness de los récords, por su condición del hotel más bombardeado que existe. Lo estaban ya renovando: únicamente remodelaciones, ninguna reparación de los bombardeos. Me vino a la mente una frase de manera automática: ``las artes de la paz''.
Durante el almuerzo, apenas si mencionamos el cese al fuego. Nuestros amigos, recordando las falsas esperanzas de otros años, aún no estaban listos para celebrar. Alzamos nuestros vasos en son de brindis cauteloso: por la vida.
Cuenta la mitología irlandesa que una tribu prehistórica de sacerdotes guerreros, los Tuatha de Danaan, a la llegada de los invasores celtas emprendió la retirada rumbo a grandes fortalezas mágicamente cavadas dentro de las montañas de la costa, y nunca más se le volvió a ver. Para los irlandeses, esta es una leyenda poderosaÊy resonante. Durante los ochocientos años transcurridos desde que el país fue rescatado por el rey inglés Enrique II de manos de los barones-estafadores normandos que lo habían invadido en 1169, las sucesivas rebeliones llevadas a cabo por los primitivos irlandeses terminaron en ignominia y bárbaras represalias, y los fusiles tuvieron que ``guardarse en la techumbre de paja'' -estos techos resultaban magníficos escondites para las armas- y los rebeldes, si aún se hallaban con vida y en libertad, lograron regresar al trabajo en los plantíos de papas y en las grandes propiedades de terratenientes ingleses ausentes.
Ese día, después de comer, cuando íbamos en coche rumbo al Norte, atravesando los bellísimos, apacibles e inocentes valles de Antrim, pensé en los hombres del ERI que habían desaparecido de las calles y praderas de este malhadado y pequeño país. Nunca he apoyado a los provos (miembros provisionales del ERI, los más violentos), pero admiro la disciplina con que han respetado el cese al fuego. Los pueblos y aldeas (sólo con cierta dificultad logra uno evitar el uso del trillado adjetivo ``pintoresco'') que atravesamos a lo largo de la costa -Larne, Carnlough, Cushendun y Cushendall- traían consigo vagas memorias de pasados horrores. ¿Acaso no fue aquí donde se voló aquel pub con fuego de ametralladora?, nos preguntábamos; ¿no fue cerca de este camino donde incendiaron la alcaldía, donde destruyeron la calle principal al poner una bomba en un automóvil, donde balacearon a aquellos obreros?
El peso de la pérdida y la pena que yace sobre estas tierras, a fin de cuentas, probó ser insoportable, incluso para los ``hombres (y mujeres) en pro de la violencia''. Todos se retiraron, no precisamente a cuevas en las montañas, sino a grandes conjuntos habitacionales en Belfast y Derry, a fraccionamientos de pulcrísimos bungalows que marcaban las proximidades de cada pueblo con que nos topábamos, a las granjas encaladas en las colinas y al fondo de calles solitarias. Son tan silenciosos ahora como los Tuatha: mantienen su paz; conservan seca su pólvora, atentos y en espera, mientras sus representantes políticos luchan con los amenazantes e incomprensibles mandarines de Whitehall. Las armas están aún guardadas en las techumbres de paja.
El Giant's Causeway (``Calzada de los gigantes'') resultó ser una decepción. ``¡Con que sí!'', exclamó mi esposa. ``Mejor dicho, la `Calzada de los enanos'.'' Nos consolamos con un almuerzo en el hermoso pueblo de Bushmills, donde se fabrica el famoso whiskey del mismo nombre. Después, nos fuimos en coche hasta Derry, y caminamos a lo largo de los antiguos muros, aún intactos a pesar del desarrollo de la ciudad. Nos detuvimos a contemplar la zona de la ciénega, escenario de pogroms y motines, así como del incendio de hogares católicos en 1969. Era sábado por la tarde. Vimos niños jugando y hombres tatuados en mangas de camisa, que amorosamente lavaban sus coches. Seguimos caminando. Día de mercado. Apoyada en un cañón de 1690, una muchacha discutía con su novio. En un pub de Linenhall, el cantinero pulía vasos de cerveza; en el Rockingchair Lounge, estaban montando un equipo de sonido para un baile de música country. Un policía desarmado dirigía el tránsito. Algunos maridos borreguiles, cargados de bolsas de mercado, ajetreados seguían a sus sudorosas y enfadadas esposas, con rumbo a los estacionamientos subterráneos, donde no explotaría ninguna bomba. Ese día, no.
Las artes de la paz. Ojalá florezcan.