AUTOPISTA


Palabras para una princesa


Cualquier cosa que se diga sobre la Princesa Diana corre el riesgo de caer en la insensatez o en la simplificación. Es cierto que ha habido una nauseabunda manipulación sentimental por parte de la prensa, que ha sabido estimular uno de los aspectos más desconcertantes de la naturaleza humana: la morbosidad. Pero la morbosidad no es más que una paradoja (una malsana atracción que es al mismo tiempo fuente de una intensa compasión) de entre las infinitas paradojas que han ido tejiendo, con los hilos de la realidad, una realidad superior que se confunde con la irrealidad.

Por otro lado, la manipulación de la prensa ha sido relativa. Es cierto que, nueva paradoja, ha dedicado un amplísimo espacio a reproducir fotografías (los fotógrafos que la inmortalizaron y los que provocaron su muerte) de la princesa, desde su nacimiento hasta su idilio con Dodi al-Fayed. Una iconografía que permite trazar una historia fabulosa: la princesa de cuento de hadas, la diosa de la belleza, el ángel de la caridad, la ``Mater Dolorosa'', la embajadora, la mujer moderna y, compendio de todas ellas, la princesa del pueblo. Pero también es cierto que la reacción de la gente la ha desbordado y, a diferencia de lo que ha ocurrido con otras muertes igualmente mitificadas (Elvis Presley, Marilyn Monroe, John Kennedy, por no mencionar a Evita Perón), el papel de la prensa ha sido el de engrandecer un hecho, ignorando los aspectos más mezquinos de la realidad, para pronto pasar al de ser testimonio y tratar de explicarse e interpretar la magnitud de la reacción popular.

La proyección en nuestras vidas de la vida de la princesa Diana, que se cierra con una muerte tan dramática como espectacular y misteriosa, tiene múltiples lecturas: una lectura psicológica, sobre la naturaleza de las emociones humanas, una lectura histórica y sociológica sobre la naturaleza de la monarquía en la sociedad contemporánea (sociedad dividida entre una minoría de nostálgicos de la Inglaterra aristocrática e imperial, y los que aspiran a una meritocracia dinámica y renovadora) y, por supuesto, una lectura religiosa.

Pero, por encima de todo, una lectura literaria. La vida pública de la Princesa de Gales se inició en 1981 como un cuento de hadas. Baste señalar que la ceremonia de la boda fue contemplada por mil millones de personas. Se añadió, más tarde, el drama o el culebrón (según el gusto de cada espectador) del divorcio, que alcanzó su apoteosis televisiva en la entrevista de la BBC en 1995. La princesa del cuento de hadas se convirtió en una Cenicienta y por lo tanto en la princesa del pueblo: de Princesa de Gales a Lady Di. Imagen de la radiante felicidad y de la torturada soledad, de la vitalidad desbordante y de la suma fragilidad.

Con la muerte de la princesa surgen, dominantes y exclusivos, tres aspectos del halo literario: el mito, la tragedia y la elegía, aspectos siempre vivos en el alma de este singular país que es Gran Bretaña o el Reino Unido y que han encontrado expresión unánime durante la extraña semana que nos ha tocado vivir. El funeral ha sido, tal vez, el compendio de estas expresiones: las referencias a Diana, no la cazadora sino la cazada, y al ángel de la beneficencia como expresión de un mito que en términos religiosos se llama santificación, y que explica en cierto modo el pasaje de la epístola de San Pablo a los corintios leída en la ceremonia religiosa por Tony Blair. Una tragedia que no es solamente la de la princesa sino la de la Familia Real y la del destino de la monarquía. La expresión más noble de esta tragedia la encontramos en las palabras del hermano de Diana, Earl Spencer, en la abadía de Westminster. Palabras realmente estremecedoras, en las que encontramos un eco de Shakespeare.

Y, finalmente, el tono elegíaco. Al margen de una reacción popular en tantos aspectos deprimente, los verdaderos sentimientos han encontrado su expresión más noble en la poesía. A los poemas leídos en la abadía por las hermanas de la princesa hay que añadir los centenares de poemas escritos por aficionados y reproducidos en la prensa inglesa, que ha reproducido asimismo los de poetas conocidos que reflejan los distintos significados de la vida y la muerte de Diana, como el de Carol Ann Duffy en el Guardian (``La corona/ de Inglaterra/ se está oxidando. El siglo se desangra hasta su fin'').Y como símbolo de una cultura popular que triunfó en la Inglaterra de los años sesenta (y que coincidió con el nacimiento de Diana en 1961), la canción de Elton John, ``Candles in the Wind'', dedicada a ``la rosa de Inglaterra/ de un país perdido sin tu alma''. Canción, conviene no olvidarlo, compuesta inicialmente en 1974, con motivo de la muerte de Marilyn Monroe. ¿A quién y qué cosas recordaremos al escucharla? ¿A qué diosa o a qué ángel? ¿Qué oscura necesidad dará significado a sus palabras?

Juan Antonio Masoliver Ródenas

CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

Los Siete Pecados Capitales

Los siete pecados se llaman capitales o principales, no porque sean los más horrendos, sino porque de ellos derivan los demás pecados, y ellos, a su vez, no derivan de ninguno. El robo, por ejemplo, no es pecado capital porque no se roba por robar, sino por ira, por avaricia, por envidia. Estos pecados, que son los fines del robo, sí son capitales. El fin de una acción da el motivo, la explica. Los siete pecados son los siete tipos de fines últimos, y, por lo tanto, explicativos de todos los demás en el sistema de pecados. Digamos que los demás pecados son operativos o medios de estos siete fines. Y ellos mismos no pueden ser operativos (salvo, tal vez, la ira) de algún otro fin. La envidia, por ejemplo, es un tope explicativo: la pregunta ¿para qué tienes envidia?, carece de sentido. La tienes y ya, esta pasión no es operativa, su fin es ella misma, es una pasión suficiente.

Hablar de pecados, por decir lo menos, no está de moda. Ya no asustan como antes. Wittgenstein, en una de sus memorables conversaciones, examinó la posibilidad de comparar el pecado con la infección. Una infección de virus y bacterias espirituales, una infección de la mente. La comparación es buena: la idea de infección, sí nos asusta. Nos movemos a gusto en la metáfora fisiológica. Pero, al mismo tiempo, le quitamos a los actos humanos su misterio, intensidad y grandeza. Para que haya grandeza tiene que haber libertad. En la idea de pecado, definido clásicamente como ``transgresión voluntaria de la ley de Dios'', no habrá lo que tú quieres, pero hay libertad.

Santo Tomás no los llama ``pecados'' sino ``vicios'', porque el juicio moral, desde Aristóteles, no cae sobre los actos aislados, sino sobre los hábitos. Un acto aislado es demasiado incierto o complejo para ser comprendido cabalmente. Una golondrina no hace verano. Son las disposiciones habituales las que nos permiten entender cómo es una persona, nos dicen no que la persona ``hizo'' esto o aquello, sino que ``es'' así o asá.

Pero volvamos a los pecados capitales. ¿Por qué son sólo siete?, ¿qué razones se pueden alegar para mostrar que son justamente esos siete y nada más? Otelo estrangula a Desdémona en su blanco lecho. Es obvio que no la mató por soberbia (aunque haya algo en el acto de orgullo u honor lastimado), mucho menos por gula, avaricia o pereza. Pero, tal vez por envidia. Santo Tomás sostiene la tesis fascinante de que el odio nace siempre de la envidia (¿tú crees que es cierto?). Ira hay en el acto, qué duda cabe, pero la ira en este caso no es tope explicativo: la pregunta ¿por qué estaba tan enojado Otelo?, es muy natural. Nos queda la lujuria, ¿pero quién estaría dispuesto a sostener que la lujuria trae consigo la supresión de la criatura anhelada? Del deseo concupiscente no podrás derivar nunca el homicidio de Desdémona (aunque, algo hay ahí). Pero no, nuestra respuesta sería que Desdémona murió por acción de ``el mayor monstruo del mundo'', como lo llama Calderón, esto es, por celos ingobernables. De que se mata por celos, no hay ninguna duda, basta leer la nota roja de cualquier periódico, con el discutido Caso Simpson a la cabeza.

Y con esto nos quedamos: los celos delirantes son un tope explicativo, son pasión suficiente. No creo que sea posible derivar los celos de ninguna de las siete desordenadas pasiones capitales.

Pero los celos no figuran entre los pecados capitales. En su acción, Otelo peca, sobre todo, contra la justicia. Lo que hace, por encima de arrebatado y violento, es muy injusto. Si todas las acciones que Otelo le atribuye a Desdémona fueran reales, ¿cuál sería nuestra reacción ante su crimen? La moral del Siglo de Oro español, por extraño que parezca, habría aprobado el homicido. Tampoco la injusticia figura entre los pecados capitales. Esto se debe, creo, a que no es pasión desordenada como la envidia o la lujuria: la injusticia es operativa. Hay, pues, pecados que son tope explicativo, pero no figuran entre los siete famosos.

Ahora, el que los celos no sean analizables en términos de los siete pecados, y que no figuren entre ellos, no es fatal o trágico para la doctrina. El caso de Otelo sólo marca las limitaciones de ella. Lo que dice es que hay casos que la doctrina no puede cubrir. Nada más.

Pero en muchos, incontable casos, sí puede funcionar. Y es útil porque una característica muy señalada del pecado es su invisibilidad para el que los padece y comete. El pecado es, probablemente, más difícil de percibir que de combatir. En el momento en que el alcohólico, pecado de gula, advierte que es alcohólico y lo admite, ya está en camino de su liberación. Porque el pecado es una infección que encarcela y vencerlo es, ante todo, una liberación.




Naief Yehya


DOS POSIBLES CIBERCAPITALES DEL FUTURO


Tiempo de cambios

Kuala Lumpur se antoja como una de las ciudades más aburridas del planeta, a pesar de contar con la pantalla de televisión al aire libre más grande del mundo, de tener las torres gemelas más altas de la tierra y de ser una urbe frenética en la que todo mundo tiene teléfono celular, beeper y mucha prisa. Malasia ha tenido un asombroso crecimiento en el producto interno bruto debido a una agresiva estrategia industrial, pero la mano de obra baratísima de China y otros países asiáticos los está sacando del negocio. Además, los malayos saben que eventualmente la guerra de las maquiladoras en el sudeste asiático se complicará por la competencia de Vietnam, Camboya (si se pacifica) y Birmania. Es por eso que Malasia ha entendido que el futuro está en el ciberespacio.

Caprichos ambiciosos

Un cartel con el dibujo de una horca y la leyenda: ``El tráfico de drogas se paga con la muerte en Malasia'', da la bienvenida a los visitantes que llegan por tierra desde Tailandia. En las pantallas de cine es imposible ver siquiera un seno femenino debido a la severa censura. En algunos pueblos del este de la península malaya hay brigadas de fundamentalistas musulmanes que se dedican a cuidar la moral, por lo que sacan a golpes a la gente de los bares y vigilan que las mujeres se comporten ``decentemente'' en público. La mayoría de la población es musulmana, pero se trata de una sociedad pluri-racial (principalmente china, malaya e hindú), por lo tanto compleja y potencialmente explosiva. Si por un lado Malasia es una sociedad atávica y conservadora, por el otro es una nación que cambia velozmente y amenaza convertirse en la próxima Singapur, en un puerto de información hipermoderno de la era del ciberespacio. En sus 16 años como primer ministro, Mahatir bin Mohamad ha cumplido varios de sus ambiciosos caprichos: construir una universidad de primer mundo, erigir las gigantescas torres Petronas, lanzar a la venta un popular y económico auto malayo (el famoso Protón) y ahora se propone llevar a cabo el proyecto Visión 2020, que consiste en convertir a su país en una de las cibercapitales del siglo XXI; para esto piensa crear un supercorredor multimedia ecológico entre la ciudad y el novísimo aeropuerto, así como erigir la urbe supermoderna de Putrajaya.

Tolerancia pragmática

No sólo la pornografía es objeto de censura en Malasia: se ha comentado hasta el cansancio que la cinta de Spielberg, La lista de Schindler, fue censurada por considerarse propaganda sionista. Otras manifestaciones culturales que consideramos inofensivas en Occidente están prohibidas en Malasia; no obstante, el gobierno ha optado por una especie de tolerancia pragmática, por eso entre otras cosas el supercorredor multimedia ofrecerá acceso sin censura a Internet (cosa que no hace ni siquiera la opulenta Singapur). Asimismo, el gobierno promoverá beneficios (reducciones fiscales dramáticas), facilidades (una burocracia informatizada y supereficiente) y ventajas (abolición de leyes y requerimientos laborales) sin precedentes a las empresas de alta tecnología que decidan instalarse ahí. El proyecto es muy ambicioso y Malasia aún está lejos de poderse asumir como una ciberpotencia. Por ejemplo, a pesar de que cuentan con una infraestructura tecnológica más confiable que la de muchos de sus vecinos, sé por experiencia que sus conexiones con el mundo son relativamente anticuadas y falibles: sus líneas telefónicas pueden saturarse con cierta facilidad, como sucede regularmente cada año nuevo chino, tiempo en que es imposible hacer una llamada de larga distancia.

Otra nación con serias intenciones de ingresar al futuro, a pesar de encontrarse en una situación difícil e inestable, es nada menos que Líbano. Por la tele se pueden ver telenovelas mexicanas, abundan las franquicias de comida chatarra y las tiendas de ropa Benetton; de no ser por los edificios bombardeados, las fachadas destrozadas por la artillería y los cráteres en las calles, podríamos confundir a Beirut con cualquier ciudad moderna. Después de haber quedado prácticamente en ruinas debido a una atroz guerra civil, de ser víctima de una invasión israelí en el sur (la autodenominada zona de seguridad) y de la injerencia política y militar de Siria, el gobierno actual del multimillonario convertido en político Rafik Harari aspira no sólo a reconstruir Beirut sino a convertirla en una ``gigantesca máquina con forma de ciudad'', una urbe superconectada capaz de funcionar como enlace virtual de bienes y servicios entre Occidente y Oriente. Al tiempo en que planean construir una ciudad física, piensan conectar a Beirut, vía fibra óptica, al resto del mundo. Líbano como Malasia es una sociedad plural, en la que durante décadas convivieron pacíficamente cristianos maronitas, ortodoxos, protestantes, musulmanes chiítas, sunitas y drusos. Desgraciadamente, una sanguinaria guerra interétnica de 15 años destrozó el tejido social, convirtió la palabra Beirut en sinónimo de caos bélico y generó una economía de guerra que parecía inescapable. Hoy el sueño de reconstrucción del Líbano parece posible (a pesar de las agresiones continuas del ejercito israelí, cuyo objetivo supuestamente son las guerrillas pero sus víctimas son invariablemente civiles) y más que un sueño extravagante de Harari, es quizá la única posibilidad de supervivencia de un diminuto país con escasos recursos naturales que está situado en una de las zonas más candentes del planeta.

Naief Yehya

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