Daniel Cosío Villegas, 1969
Hay en el proceso de cambio de dirigentes del PRI división en la conciencia de ese partido, que anticipa tiempos difíciles en la construcción del nuevo escenario político. La designación de Mariano Palacios y Socorro Díaz se cumplió en un ritual ruizcortinista. La trinidad de los sectores proclamó a coro los nombres de los designados a ``la puerta de Los Pinos''. Ernesto Zedillo sigue siendo el líder nato del PRI y éste se niega a la orfandad. El discurso inaugural de Mariano Palacios sería sensacional si fuera creíble. No sólo aceptó el revés histórico del 6 de julio, sino invitó a su partido a entrenarse para ser oposición: ``debemos abandonar la certeza de que nos está reservado el derecho de decir la última palabra''. A mí no me sorprendió. Recuerdo cómo en 1995, en una reunión de agrupaciones cívicas, Mariano sacudió al auditorio al proponer una reforma política radical. ``Por mucho menos de eso --comentó Porfirio Muñoz Ledo, que estaba presente-- me corrieron a mí del PRI''.
Una radiografía del PRI nos haría pensar que su situación no es mala: es la primera minoría en la Cámara de Diputados. Controla la de Senadores, 25 gubernaturas, 25 de 31 congresos locales, gobierna más de la mitad de las capitales y el aparato del Estado. Recibe el apoyo de los factores de poder, los grupos hegemónicos, la elite financiera, industrial y comercial, la Iglesia, las universidades. Pero si hacemos un examen dinámico las cosas se ven muy mal: desde hace cuatro años no ha dejado de perder terreno. Lo perdió en las elecciones del 94 y volvió a perderlo (desastrosamente) el 6 de julio. No pudo con la oposición en la Cámara de Diputados y perdió entonces el control del Congreso. No es capaz ya de promover una movilización popular. Tiene todavía el 39 por ciento de los votos, pero al menos el 10 por ciento lo obtuvo con presiones y compra. Su electorado es predominantemente rural y arcaico. La masa moderna del país está votando en contra. El desaguisado de la Cámara de Diputados demuestra que no podrán aprovechar en lo sucesivo las ventajas que les daba una legislación elaborada por ellos a su servicio.
La pérdida fundamental del PRI es quizás la de la hegemonía cultural que mantuvo durante décadas. Hoy los medios no repiten ya mecánicamente sus consignas. Ha perdido el prestigio de ser la vía única del poder que atrajo a miles durante varias generaciones. Lo peor han sido las derrotas recientes. El plebiscito del 6 de julio. El triunfo de la alianza opositora en la Cámara demostró la capacidad de sus adversarios de superarlo en la negociación y en la presión, que habían sido sus campos favoritos. El hecho de que el presidente Zedillo haya dado instrucciones sobre quién debería de ser el nuevo jefe del partido es humillante para los priístas.
Si proyectamos a futuro estos acontecimientos, nos daremos cuenta de que el PRI está en un peligro grave. Palacios y sus camaradas tienen una tarea gigantesca. El PRI no tiene ya una ideología renovadora que ofrecerle al pueblo. No cuenta con el consenso general. Ni con imaginación, valentía y flexibilidad. Está asociado al desastre económico, la inseguridad, el desempleo. Es evidente que su régimen apenas satisface con plenitud las exigencias del 9 por ciento de la ciudadanía, el 91 por ciento ha estado sufriendo en los últimos años una descomposición de sus niveles de vida. Ningún partido en el mundo pudiera sobrevivir a una rendición de cuentas tan desastrosa, si tiene frente a él otros partidos con capacidad para competir en un sistema de elecciones libres.
Al país no le convendría el desplome del PRI. Dejemos a un lado el papel histórico que cumplió. El PRI encuadra todavía una coalición política fundamental. Aunque no son insustituibles, algunos de los mayores talentos políticos del país están en el PRI. El derrumbe del partido podría crear un vacío que, de no colmar los partidos existentes, propiciaría la aparición de personajes y grupos autoritarios.
Es difícil ofrecer una reflexión sobre la posibilidad de recomposición del PRI. Si suponemos que los nuevos conductores son inteligentes, podríamos esperar que convirtieran sus declaraciones iniciales en hechos políticos. El partido tendría que desvincularse con cierto grado de aspereza del Presidente de la República, robustecer todos sus mecanismos de elección de candidatos internos. Reestructurar totalmente su declaración de principios, plataforma ideológica y su propuesta gubernativa, renunciar a los colores nacionales y a los demás signos de su pasado hegemónico. Crear una imagen nueva, no sólo como producto del genio de los publicistas, sino algo que coincidiera con un contexto interno profundo y nuevo.
La sola enumeración de tareas pendientes hace evidente la dificultad de cumplirlas. Un priísta agudo me decía que el único destino de su partido es perder las elecciones del año 2000 y morir..., para resurgir después con un perfil nuevo. Yo me pregunto cuánto dinero, tiempo y talento serían necesarios para restaurar a un PRI que hubiera perdido las elecciones presidenciales. Percibo desde fuera la magnitud de la crisis y los peligros del derrumbe. No siento alegría de que todo esto me parezca inevitable.