La ola de privatizaciones más vasta y de mayor magnitud e importancia en toda la historia acaba de ser desencadenada nada menos que por un partido en el poder que sigue llamándose comunista y controla el mercado potencial de un país que, según las proyecciones, a comienzos del próximo siglo podría ser el primer productor y exportador de bienes y mercancías.
El Partido Comunista Chino acaba de decidir la venta de todas las empresas que no den beneficios al Estado, entre las que se incluyen una gran parte de la industria pesada, de la productora de máquinas y máquinas-herramientas, de la minería, de las empresas que controlan la infraestructura china y de buena parte de la industria liviana (textil, vestido y construcción, por ejemplo).
Si se tiene en cuenta que los inversionistas contarán con apoyos, beneficios y exenciones impositivas por parte del Estado; que no tendrán problemas laborales ni de materias primas; que podrán contar con el sistema financiero de Hong Kong, recientemente reincorporada a China, además del de Shangai; que no deberán enfrentarse con los sindicatos, y que dispondrán de una mano de obra barata que la desocupación hará aún más abundante y poco costosa, el negocio para ellos parece excelente. Sobre todo porque en cada ramo, como ha sucedido hasta la fecha, sólo un puñado de grandes empresas se harán cargo, por muy poco, de sectores altamente lucrativos y negociarán desde posiciones de fuerza con un grupo que une la fe en una peculiar libertad económica con el control férreo del Estado, al que utiliza de todos los modos posibles para aplicar una política de privatizaciones que lo refuerza y enriquece.
Este proceso de privatización impone algunas reflexiones. En primer lugar, la idea de que el libre mercado equivale a extensión de la democracia recibe un mentís masivo en el país más poblado del planeta. En segundo lugar, es necesario preguntarse de dónde vendrán los capitales y los capitalistas que se harán cargo de las empresas que el Estado chino quiere vender, pues es indudable que los dispuestos a invertir a mediano y largo plazos en sectores productivos son escasos en el mercado mundial y, por lo tanto, muy probablemente lo atractivo del negocio chino reducirá el monto de las sumas que podrían haber ido a otras partes del mundo, como los llamados países emergentes e, incluso, desplazará capitales de su posible inversión en las naciones industrializadas.
Al mismo tiempo, el peso de los capitalistas chinos de la diáspora aumentará en China continental, reduciendo el desarrollo de los paí-ses que los acogieron, sean éstos del Sudeste asiático o incluso americanos, como Estados Unidos. Y para completar el cuadro, como sucediera en Rusia, buena parte de los jerarcas locales intervendrán como capitalistas en sus empresas, sea asociados con otros, sea mediante prestanombres, lo cual podría llevar a un mayor desarrollo de la regionalización de China y a la creación de satrapías económicas, que a largo plazo podrían diferenciarse del poder central de Pekín.
Esta disposición privatizadora del gobierno chino abre el camino a grandes incógnitas y a tremendos cambios en China y la economía mundial, ya que con la mundialización nada de lo que sucede en un país importante es sólo un problema interno del mismo, sino que repercute en todo el globo. Si hubo un efecto tequila, ¿por qué no podría registrarse un efecto Dragón Celeste que marcase profundamente -en lo político, lo económico y lo social- el comienzo del próximo milenio para el cual deberíamos prepararnos?