Carlos Bonfil
Rompiendo las olas

En el marco del cuarto Festival Cinematográfico de Verano organizado por la UNAM, se presenta esta semana en la Cineteca Nacional Rompiendo las olas (Breaking the waves), cinta del danés Lars von Trier, ganadora del gran premio del jurado en el Festival de Cannes el año pasado. Después de conquistar el reconocimiento de la crítica local e internacional con El elemento del crimen (1984), Epidemia (1987) y sobre todo con Europa (1991), una trilogía de elaboradas sugerencias visuales y calidad hipnótica en sus atmósferas opresivas, el director danés se aparta de su guionista Niels Vorsel y de su estilo conceptual para ensayar, con el escritor Peter Asmussen y la cámara de Robby Muller y Jean Paul Meurisse, un estilo diferente, más luminoso, que es relectura de clásicos como Bresson o Dreyer, y juego formal entre el cine realista, de corte documental, y el cine fantástico.

Rompiendo las olas es, de principio a fin, una alegoría espiritual con enormes resonancias cristianas. Una historia de amor pagano que en su personaje femenino central, Bess (Emily Watson), conjuga los emblemas de la puta y la santa. En una isla de las Hébrides en el Atlántico escocés, en un paisaje agreste que remite al cine de Flaherty y a la vecina isla de Arán; en una comunidad de protestantismo ortodoxo, donde la Hester Prunne de La letra escarlata podría también padecer los anatemas de la intolerancia religiosa, la joven Bess desafía la moral dominante, se casa con un forastero nórdico, Jan (Stellan Skarsgard), se entrega a él en una sala de baño durante la fiesta de bodas y comienza a adorar, con fervor religioso y blasfemo, cada rincón del cuerpo masculino, la nuca, el pecho, el pene, hasta que la entrega y la angustia de la separación se convierten en obsesión y delirio.

Fábula espiritual en siete cuadros y un epílogo, con divisiones que son intermedios musicales (Leonard Cohen, Elton John, Jethro Tull, entre otros) y sugerencias pictóricas discretamente animadas por digitalización, Rompiendo las olas construye un espléndido fresco que detalla las diversas etapas de la Pasión (cristiana) de la protagonista. El amor de Bess se ve sometido a una prueba (la súbita parálisis total de su marido) y a una misión (mantenerlo vivo entregándose a otros hombres y describiéndole la experiencia). Dice Jan: ``Si muero es porque el amor ya no me mantiene vivo''. Precisa Bess: ``No hago el amor con otros hombres, lo hago con Jan y así lo salvo de la muerte''. Lars von Trier aborda la sexualidad como entrega liberadora y elogio de la carne, pero también como elemento principal en una ética del sacrificio amoroso.

En el personaje de Bess se confunden la Juana de Arco de Dreyer y la Anna/Naná de Godard (Vivir su vida, 1962), Renée Falconetti y Anna Karina, el sacrificio y las laceraciones del cuerpo que dejan intacta la pureza espiritual. El retrato de Bess, su sonrisa beatífica frente al cuerpo agonizante de su esposo, su vestimenta vulgar, de prostituta menesterosa, es un retrato de bondad y excelencia moral. Señala en una entrevista Lars von Trier: ``Mi religión puede muy bien ser blasfema, pero también refleja un deseo de redescubrir la ingenuidad; la actitud religiosa tiene un alto grado de inocencia''. Bess avanza así en su martirologio semipagano, padece el escarnio colectivo y la crueldad de los niños, quienes la ape- drean y le gritan puta. Scherezada de un sultán inmovilizado y enfermo, María Magdalena en un pueblo de fanáticos religiosos, enemigos de la carne, Bess se niega, sin embargo, a ser víctima pasiva del infortunio, y desafía a las buenas conciencias en el interior de la iglesia, lanzando a su alrededor una mirada extraviada, indefensa, y pese a todo orgullosa, como la de Janet Frame, la poeta en Un ángel en mi mesa (Jane Campion, 1991). Aunque el sexo con extraños se lo autoimpone como cilicio, expiación y trámite indispensable para la salvación del ser amado, Bess asume con vigor la experiencia: ``Siempre fui estúpida, pero en esto soy extraordinaria''.

En Rompiendo las olas hay, como en Ordet (La palabra, Dreyer, 1954), una irrupción de lo maravilloso, del milagro de la resurrección de Lázaro, símbolo cristiano. Hay también una transgresión del orden patriarcal que en la isla excluye a las mujeres de las ceremonias y les niega autodeterminación y existencia civil. Un pueblo sin campanas en las iglesias, una austeridad de tiempos remotos, súbitamente vive la experiencia insólita de una mística amorosa, de la inmolación del cuerpo satanizado y su reivindicación final con repique celestial de campanarios. Una fábula espiritual en la que el milagro es una variante más de los goces cotidianos.