La Jornada domingo 14 de septiembre de 1997

Fernando Benítez
Hugo B. Margáin

Se van nuestros amigos más queridos: ayer murió el doctor Teodoro Césarman y hoy le tocó el turno a mi amigo de la adolescencia: Hugo. B. Margáin.

Hugo era hijo del doctor Margáin, hombre que se había hecho muy rico vendiendo --y monopolizando-- el antídoto de la sífilis. El doctor Margáin admiraba la figura de Benito Juárez, y de jóvenes nos daba largas pláticas para que siguiéramos su ejemplo.

Hugo y yo nos conocimos en la escuela de los maristas, maestros muy severos que nos prohibían ir al cine o a los bailes, por considerarlos pecaminosos. Pero nosotros aprendimos a no obedecerlos.

El doctor Margáin construyó a sus hijos un edificio de tres pisos para que ahí trabajaran y tuvieran un lugar de reunión con sus amigos. Casi todos los sábados y durante las vacaciones íbamos en grupo a su rancho, situado en terrenos donde hoy se levanta la UNAM. En el rancho estudiábamos nuestras lecciones. Paseábamos y nadábamos en la alberca de agua fría. También con frecuencia nos peleábamos a golpes. Hugo era muy fuerte... y siempre nos vencía.

Recuerdo una noche de verano; la ventana de la habitación que ocupábamos Hugo y yo estaba abierta y por ella entraban luciérnagas y mariposas. Entonces le dije: Hugo, ¿qué será de nuestro porvenir?

--El porvenir --me respondió-- es nuestro... no lo conocemos, pero tengo la convicción de que triunfaremos.

Ese episodio es inolvidable. Hugo y yo pasamos juntos las horas felices de la primera juventud.

Años después, Hugo se convirtió en maestro de una universidad católica, y realizó una brillante carrera en economía hasta llegar a ser secretario de Hacienda. Después fue embajador en Londres, y partió acompañado de sus hijos. De regreso a México, su hijo Hugo impartía con gran éxito la cátedra de filosofía en la UNAM. Una mañana trágica, durante un asalto, unos desconocidos hicieron fuego contra su automóvil y una de las balas lo alcanzó en el cuello. Hugo sangró copiosamente, hasta morir. Moribundo aún se lo llevaron los asaltantes, en su propio automóvil, y ya muerto lo tiraron en un lugar boscoso. Con muchos trabajos se logró encontrar el cadáver. La muerte de su hijo fue un gran pesar para Hugo. Al emotivo velorio asistió mucha gente; yo me abracé a mi amigo... llorando los dos.

No volví a verlo. Supe que había sufrido un ataque cerebral. Sabía que nadaba todos los días en su gran alberca, pero que no recibía a nadie. Murió ayer y todos sus amigos lo recordamos. Yo entre ellos... Este fue el futuro con que soñamos.

Yo casi tengo 88 años y estoy enfermo. No creo haber descrito los méritos de este gran personaje. Otro día, quizá, escribiré algo mejor sobre mi querido Hugo B. Margáin.