Luis González Souza
Dignidad y esperanza
No pueden medirse con la precisión del Producto Interno Bruto. No dan lugar a desvelos como los referentes a la disciplina fiscal y monetaria. No pueden presumirse como el auge de las exportaciones. Y, sin embargo, su desatención está en el centro de la histórica crisis de México.
¿De qué hablamos? Hablamos de dos palabras sencillas, pero cruciales para el porvenir del país, incluyendo su flamante transición a la democracia: la dignidad y la esperanza. Mismas que hoy encarnan, como nadie, los indios zapatistas en su larga marcha a la capital.
La dignidad de México como nación independiente ha descendido exactamente en la misma medida que ha sido mermada nuestra soberanía. Y en esa medida han aumentado problemas tan punzantes como la descapitalización de nuestra economía, el crecimiento de la pobreza, el estallamiento de conflictos, lo que aunado al desgaste del régimen político, no hace sino alentar el militarismo, a su vez, filosa y permanente espada de Damocles apuntando al corazón de una balbuceante democracia.
Todo ello ocurre en virtud de la enajenación, a fuerzas extranjeras o extranjerizantes, de decisiones vitales para la salud de cualquier país. Y, por supuesto, todo ello trasluce una dignidad negociada por el espejismo de una modernización que más se aleja cuanto más se neoliberaliza.
Sobra decir que la esperanza, otrora renovada puntual aunque tramposamente cada sexenio, también ha disminuido al parejo de la dignidad nacional. Extraviado el rumbo en las alturas mismas del poder; hipotecado el futuro del país en el Banco de la Globalización; erosionada la confianza en México y en los mexicanos, lógicamente han hecho estragos en la propia sociedad el individualismo y el monetarismo digamos cultural: ``Más vale estómago lleno que cabeza erguida''; ``Qué importa la soberanía, si el Tío Sam promete redimirnos''; ``Yo sólo lucho mientras no me lleguen al precio''.
Como en todo, hay excepciones. La más visible de éstas, aunque humildemente silenciosa, es la de los pueblos indios de México. Si no tuvieran dignidad ni la consiguiente esperanza, jamás habrían resistido tanto: desde el intento colonialista de aniquilarlos, hasta las vejaciones de hoy mismo en su marcha a la capital (20 mil policías para vigilar a mil 111 indios), pasando por innumerables atropellos resumibles en un racismo tan hipócrita como persistente. Racismo que incluye la soberbia resistencia a aprender nada de esos indios. Pero racismo suicida, porque lo que debemos aprenderles es ni más ni menos que la única medicina capaz de levantar al maltrecho México dizque moderno: la medicina de la dignidad y la esperanza a prueba de todos los golpes imaginables.
Por ello, si no por muchas otras cosas, la lucha de los indios zapatistas es una lucha de alcance no sólo nacional sino histórico. Además de ser los primeros pobladores de México, o acaso por serlo, hoy por hoy esos indios representan las últimas reservas de dignidad y esperanza. La muerte de éstas o de aquéllos sería, simple y llanamente, la muerte de México. Y si hemos de ser sinceros, los indios mexicanos ya mueren, desde siempre y ahora más, ora a cuenta de asesinatos ora a cuenta del olvido y el desprecio (muerte civil). ¿O acaso pueden llamarse vivos aquellos que nadie ve ni escucha?
Sacar a nuestros indios de la muerte civil es lo menos a cosechar de su marcha a la ciudad de México. Emularlos en su ejemplar despliegue de dignidad, es la clave --más importante que los avances macroeconómicos o electorales-- para que México recupere su viabilidad como nación, si no primermundista, al menos digna.
Para celebrar el próximo Día de la Independencia, nada mejor que una patria reencontrada e inundada con la dignidad indígena. A su vez, para resolver creativamente conflictos como el de Chiapas, y evitar su inminente proliferación, nada mejor que el respeto al reclamo de una dignidad sólo asequible a través de algún tipo de autonomía. Entonces sí, la esperanza volverá a florecer en México, y entonces también nuestro país volverá a tener futuro.