La Jornada 13 de septiembre de 1997

En la plaza llena como nunca, un clamor: ``no están solos''

Hermann Bellinghausen Ť Llegaron los zapatistas de Chiapas y llenaron el Zócalo. Lo llenaron completo. Los ojos lo dicen todo. Y a la vez son indescifrables a través de la ventana del pasamontañas de un manifestante: está por fin, de pronto, ya, en el Zócalo de la ciudad de México.

La imagen monumental del cura Hidalgo en la iluminación al final de Madero tiene más focos que su pueblo, que es uno de los más grandes de la selva Lacandona. Y uno de los que al menos tienen luz.


A Zócalo lleno. Foto: Duilio Rodríguez

La columna está detenida. No puede avanzar más, la plaza se encuentra llena, y es apenas la descubierta de la manifestación más grande que recuerdan varias personas a quienes les pregunté. Veteranos garantizados del Zócalo en pie de lucha.

El joven zapatista, que viste una camisa vieja y unos pantalones que hace tiempo recibió de segunda mano, ha mirado harto edificio y un cielo de color muy raro. Mucha gente, mucho ruido. Y de pronto, toda esa gente de la ciudad que lo rodea se pone a aplaudir. Aplaudir en serio, recio. Chiflan. Mucho aplauden y gritan ``no están solos'' al EZLN, o sea a él, que al rato dobla en el hotel Majestic y se encuentra con dos cosas arriba de sus ojos, que no puede bajar. Está todo tan amarillo.

Una es la luna, vieja conocida. Poco más a la izquierda, la otra: una bandera de México grandísima y altísima. Nunca imaginó que existiera una bandera tan dueña del cielo. Y hace mucho aire. Son las 8 de la noche.

Un paso más, y ya llegó a donde vino desde su comunidad. Lo descubre muy iluminado, con banderas y héroes y una campana dorada de pura luz y tan grande como una loma de su campo.

Muy otra, la ciudad. El famoso Zócalo contiene ahora una inimaginable cantidad de seres humanos. Y todos vinieron aquí porque él, y los otros mil 110, aparte de los músicos, se lanzaron a la capital para exigirle al gobierno unos acuerdos que firmó con ellos hace tiempo y es la fecha que no quiere cumplir.

Algo más sorprende al joven zapatista: de pronto la gente decide callarse. Cuando entra al Zócalo, sólo se oye un silencio.

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La sincronía de los instantes, un arcano. Están por alcanzar el Zócalo los zapatistas y la multitud que los acompaña y quisiera llevar en vilo. La multitud que los abraza. De un edificio llueven papeles blancos. Una nevada. Las campanas de La Profesa echan a vuelo. Una joven pareja de capitalinos tomó las cuerdas y suenan, suenan profundas y llenas.

Las palmas chapalean como una lluvia. Bravo. Las empleadas de una tienda de ropa, obligadas por el patrón a cerrar la puerta, lanzan a través del vidrio besos a los indios que vienen pasando.

-Los necesitamos -dice una mujer anciana, que llora-. Es alegría -se excusa, sin limpiarse las lágrimas.

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-Esos son los zapatistas -dice un hombre que abandona una cantina en Madero con su amigo, que tiene cara de sentirse más listo y se las da de crítico. Han de ser burócratas.

-Más son los que se les pegaron -dice, como descalificando lo que constituye a fin de cuentas el evento: que los que se les pegaron son muchos más.

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¿Qué es una voz flamigera? Quizás la de Claribel, que increpa con fuerza sobrecogedora al Presidente de la República, a los diputados, al Ejército. Mucha gente está boquiabierta, oyéndola. La interrumpen para aclamarla.

-Nadie nunca había hablado así en el Zócalo -me dice una amiga, mientras Claribel habla de la militarización y la guerra y la historia, con una rabia que gana los corazones de la multitud entera.

Un helicóptero del Ejército le hace honor al mitin circunvolándolo todo el tiempo, obsesivo como la Fata Morgana de Werner Herzog.

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Otro helicóptero sobrevoló varias veces Madero, de largo. Algo nunca visto. Para que los zapatistas no extrañaran sus comunidades. Los chilangos le chiflaban y levantaban el puño. Ahora resulta que a Big Brother ya nadie lo toma en serio.

La marcha se rebasa a sí misma. La conforman toda clase de organizaciones, pero ni caso tiene enumerarlas. Todas fueron sobrepasadas por su propia gente. Durante el recorrido la manifestación se trasladó a las aceras. Desde el Monumento a los Niños Héroes, el Paseo de la Reforma era una fiesta cariñosa. Ni siquiera curiosa: la multitud no miraba a los indígenas con extrañeza, sino con calidez, haciéndose parte de ellos. Los encapuchados y los que no. Triquis y tzeltales, mazahuas y choles, chavos banda, amas de casa, maestros universitarios y de primaria con sus hijos, obreros, oficinistas, intelectuales famosos y desconocidos, nadie es nadie, todos son todos y los agentes que intentan retratarlos por encargo de sus jefes sufren la inundación de la muchedumbre que los paraliza.

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La ciudad de México, volcada a favor de los indios.

Los sones tzotziles suenan en el Zócalo como la revolución de los oídos. Igual las palabras del vocero wirrarika o huichol que, en nombre del CNI, invoca a sus marak'ames y da la bendición ``para todos''. Un hombre de indiscutible autoridad que ``sufre'' con su pueblo ``de 40 mil hectáreas'' y abraza a la repleta plaza que quisiera abrazarlo pero no lo alcanza. Es que los huicholes, así de serios como parecen, son muy venados.

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Este Zócalo recibe, no expulsa. Los poderes del país reciben fuerte apelación. El Presidente en persona. ¿Va a cumplir o va a hacer la guerra? Porque los zapatistas se dicen preparados para las dos cosas.

A la advertencia de Claribel, el Zócalo-para-los-indígenas clama otra vez: ``No están solos, no están solos''.

Dijo el orador huichol:

-No queremos un espero más. Llegó la hora que están unidos los indígenas.

En el Zócalo hirvió esta noche la certidumbre de una victoria que es de todos.

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El joven zapatista que mira tras su pasamontañas el Zócalo alucinante lleva empuñado un palo que, junto con otro palo que empuña otro de sus compañeros, sostiene una manta donde una mujer indígena y una mujer de ciudad se dan la mano en alto y dice la leyenda al calce: ``Juntos celebraremos la Independencia de 1997''.

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La marcha fue sumando un entusiasmo de la ciudad que tocó el Angel de la Independencia con una emoción desbordada, y rebasó la glorieta de Colón sin darse cuenta. La Alameda les pareció monte a unos indígenas y se acuclillaron a cagar.

El ajetreo del viaje trae a varios de los mil 111 con diarrea. Y así y todo, toman la dignidad por asalto. Para ellos, todo lo verde es un mismo campo.

La Torre Latinoamericana posee una dimensión absurda, pero queda atrás. La marcha sigue hasta la plaza de la Constitución. Todos los símbolos son rápidamente devorados y queda una certidumbre definida: es el Zócalo más intensamente lleno que recordamos todos.

Y eso por acompañar a unos cuantos miles de indios. Quién lo hubiera dicho. El viejo Dylan, que antes era más viejo, y es más joven que eso ahora, diría que los tiempos están cambiando.

-México es ya otro -dice un hombre, y cita un ejemplo que lo prueba todo, según él:

-Nunca antes fui a un acto político que empezara con el Himno Nacional. En todos los casos, el himno es la despedida. Pero los canijos indios se atrevieron a usarlo para empezar.

Cambian los usos de mesa de la democracia. Al fervor se le agregan nuevos colores. Y el orden de los factores puede cambiarle el sentido a los símbolos: puede enriquecerlos.