Jordi Soler
Un asunto de tragaperras

Anastasio Somoza, conocido como Tachito, no se distinguía por sus gestos de generosidad. Sus grandes gestos poco generosos pueden consultarse en las hemerotecas y en los libros de historia; éste, como va de boca en boca, no puede consultarse y seguramente, por la vieja ley del teléfono descompuesto, tiene sus deformaciones: un equipo de deportistas (de futbol, en la versión actual) ganó algún campeonato (nacional en la versión antigua, internacional en la contemporánea); como era costumbre, los jugadores fueron a regalarle el trofeo (hace un año eran medallas) al presidente de la República, que entonces despachaba los asuntos de su gobierno, heredado por su hermano que a su vez lo heredó de su padre, en un palacete que hasta la fecha sigue ubicado en un peñón que mira hacia el Pacífico, y que conserva el nombre de Montelimar.

Los deportistas recorrieron los kilómetros que separan a Montelimar de Managua, nada más para obsequiarle la evidencia de su triunfo (medallas o trofeo, según la versión que se prefiera). Tachito los recibió (en guayabera, dicen todas las versiones), sonrió ampliamente, recibió la evidencia y ordenó a uno de sus asistentes: ``regáleles un culito a los muchachos''. Los muchachos (esto no lo contempla ninguna de las versiones) debieron sentirse tentados por el regalazo; ¿habrá uno para cada quién?, se preguntó el portero; ¿y dónde esconderá tantas mujeres?, pensó el medio volante, dando brinquitos en son de calistenia. La realidad, como es su costumbre, vino a arruinar la ficción de esos instantes, el asistente de Tachito repartió ceremoniosamente un cigarro Kool (mentolado, según la versión actual) para cada uno de los jugadores, que tuvieron que diezmar su condición física de campeonato, pegándole bocanadas al koolito frente al Pacífico.

Tachito Somoza heredó nombre, fortuna, gobierno y apodo disminuido, de Anastasio Tacho Somoza, su padre; con el intermedio familiar de Luis Somoza, su hermano, que (dicen todas las versiones) abandonó la presidencia y el mundo a causa de una indigestión.

La casa presidencial de Montelimar, se transformó en hotel años después de que Tachito saliera huyendo de Nicaragua, en 1979, perseguido por el Ejército Sandinista. Aquel capítulo de la historia, el de los sandinistas derrocando al dictador, se convirtió durante unos años en el sueño revolucionario, en la revolución predilecta de la generación de los que sentíamos demasiado lejos en el tiempo la revolución cubana. Otra vez la realidad, como es su costumbre, borró el sueño y dejó en su lugar una historia oscura, llena de abusos de poder, que puede comprobarse en la edición del martes pasado, en el diario nicaragüense La Prensa, en formato de lista de las propiedades que hoy tienen los sandinistas, fruto de aquella revolución soñada. Yo, haciendo como que la realidad no borró nada, conservo en mi estudio una fotografía de Sandino, el menos sandinista de los sandinistas, que dice en la parte de abajo: ``Patria o Muerte''.

El antiguo palacete de gobierno de Tachito es hoy el restaurante y el espacio social de un hotel de renombre. Ahí donde los deportistas recibieron un koolito en lugar de un culito, hay un islote humeante conformado por los platillos del bufet. Abajo del peñón presidencial hay cuartos de hotel, una playa enorme donde se bañan los turistas y una buena cantidad de bases, diseminados por la maleza, con unas pócimas mágicas que al beberse nos hacen ver un tucán donde había un cuervo, una lagartija besucona con las proporciones de un caimán y con suerte y pócimas suficientes, una carambola visual y verbal de importancia histórica: un culito fumándose un koolito, a la sombra de una palmera.

Junto al islote humeante, por el rumbo de la antigua oficina de Tachito, se encuentra el Montelimar Casino, un piso lleno de tragaperras, mesas de juego y ruleta, donde los turistas acuden a tensar los hilos de la fortuna. Como es de esperarse, en la antigua casa del dictador, la normalidad tiende a exceder sus niveles: frente a las tragaperras, sentados o parados en los banquitos, jalando la palanca millonaria con la entrega jubilosa que suele verse en Disneylandia, los niños hacen su agosto en los juegos que en el resto del mundo son patrimonio de los adultos. Un periodista de Los Angeles, que hacía fila delante de una tragaperras que era metódicamente vaciada por un niño de Arkansas y otro de Managua, amenazaba a un croupier, que había nacido y crecido en Monimbó y que entendía puro español de Nicaragua, diciéndole en inglés que escribiría un artículo en su períodico, denunciando esa monstruosidad de permitir que los niños jueguen en un casino. La verdad es que los niños, quizá por esa entrega jubilosa que suele verse en Disneylandia, ganaban más que los adultos, que no se decidían ni por la diversión ni por la avaricia. Tragedias sicológicas aparte, incisos morales también aparte, en ese lugar queda claro que, en el resto del mundo, los niños tienen prohibidas las tragaperras, porque de lo contrario, acabarían desfalcando a los casinos.

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