La Jornada sábado 13 de septiembre de 1997

Carlos Fuentes
La muerte fue en Linares

Hace 50 años, Manuel Rodríguez Manolete murió en Linares. Lo mató un miura llamado Isleño. El torero tenía 30 años. El toro, dos mil. Porque en el toreo es el matador el que al cabo muere. El toro es inmortal.

Yo vi torear a Manolete en su triunfal año mexicano, 1946. Los españoles le reprocharon su larga ausencia, pero el público mexicano se volvió loco con él; no lo dejó partir. Los llenos de la Plaza México eran tales que fue necesario, en ocasiones, ofrecer corrida no sólo los domingos, sino dos días más por semana. La gente vendía sus automóviles y empeñaba sus colchones con tal de ver a El Monstruo. El entusiasmo colectivo de la afición mexicana cada tarde que pasaba con Manolete es algo que, si tuvo precedentes, no ha sido igualado desde entonces.

¿Cuál era el secreto de este cordobés flaco, largo y triste como una figura de El Greco? Yo creo que Córdoba misma era su secreto y su evidencia primarias. Es la ciudad de Séneca el estoico, y la sentencia de Séneca es esta: ``No dejes que te conquiste nada salvo tu alma''. La exaltación de la vida interior por Séneca consiste en reunir todos los valores del alma --pasión y libertad, naturaleza y muerte-- en un haz de realidades aceptadas conscientemente, no sufridas como fatalidades. El hombre estoico, fortalecido por sus valores internos, podía entonces esperar la muerte con estilo, con aguante.

Esta era la sangre que circulaba en las venas de Manolete, el maravilloso diestro de Córdoba. Su manera estatuaria de torear desconcertó y fue reprobada por muchos. Manolete jamás cargaba la suerte a fin de que el burel entrara a los terrenos escogidos por el torero. No adelantaba la muleta. Esperaba la embestida, vertical como una vela. Que el toro lo toreara también a él. Que al público se le parara el corazón mirando el peligro en el que Manolete se colocaba todas las tardes. Pero sobre todo, que el torero y el toro se vieran las caras de frente, sin engaño y supieran que ambos, el hombre y el animal, tenían la cara de la muerte. Manolete embrujaba al toro.

Toreando sin quiebro, por la cara y dominando por bajo, Manuel Rodríguez violó todas las ortodoxias pero creó un estilo nuevo de esperar al toro, redimiendo sus herejías con una forma de matar que llevó el clasicismo a su cumbre con un volapié lentísimo que le permitía al diestro hundir la espada con el cuerpo pegado a los ojos del toro: una estampa maravillosa y emocionante que jamás olvidaremos quienes tuvimos la suerte de contemplarla.

Por eso, porque fui un adolescente mexicano encandilado por la gallardía y el valor de Manuel Rodríguez, he regresado 50 años más tarde a rendirle un homenaje personal en la plaza de Linares. Es, en cierto modo, un homenaje a mi propia juventud ya lejana. Nadie que vio torear a Manolete dejó de sentirse para siempre joven y valiente. Nadie. Manolete embrujaba al toro, pero también al público.

``¡Ay que la muerte me espera antes de llegar a Córdoba!''.

Si Manolete fue la encarnación inconsciente de la filosofía de Séneca el cordobés, también fue el heredero, genio y figura, de la estampa hierática e inmutable de los hidalgos españoles de El Greco y el anticipo de la poesía mortal de Federico García Lorca: ``Tres golpes de sangre tuvo y se murió de perfil. Viva moneda que nunca se volverá a repetir''.