La Jornada 12 de septiembre de 1997

Vecinos amilanados impiden reconstrucción

Elena Gallegos Ť Preludio de guerra: el ronroneo de los helicópteros aterroriza a la gente que despavorida se refugia en los portales de los desvencijados edificios. ¡Viene la Judicial!, alertan por acá. ¡Cálmense, no pasa nada!, tranquilizan por allá. Las mujeres lloran histéricas. ¡Asesinos con placa! ¡Justicia! ¡Que nos los devuelvan vivos! ¡Los queremos vivos!, se desgañitan. ¡Policías hijos de su puta madre!, escupen los cuates de los ajusticiados.

Confusión, furia de barrio bravo. Aquí, en la Buenos Aires, donde la ciudad se achata y se hace más gris; todo parece pender de un hilo. En este pedazo de la capital tan temido --22 manzanas, 600 negocios de autopartes--, hoy se vive el miedo.

El clima se va cargando

A medida que el tiempo pasa el clima se va cargando. Los deudos se aferran a los ataúdes. Lloran a gritos. la caravana fúnebre que partirá al Panteón de Dolores se va enfilando rumbo a Viaducto. En esas andan cuando descubren al general Luis Roberto Gutiérrez, director de la Policía Judicial. Se le van encima.

Buscan apaciguar los ánimos Luciano Martínez, dirigente de los comerciante e interlocutor del vecindario, y Magdaleno Gómez, su líder y ex consejero ciudadano. Le suplican al general que se vaya, que ahorita no es el momento. La gente se aglomera, se apretuja y le vomita toda su rabia. El general insiste en que tiene que hacerse ya la reconstrucción de los hechos. Son las tres de la tarde. Es la guerra.

--Quieran o no, haremos el dispositivo como estaba planeado --ordena y se enfila con su escolta entre la multitud vociferante. Pácatelas, un envase de Cocacola es lanzado como proyectil; le pasa zumbando y baña al general, al que de pasada tupen de maldiciones. Vuelta atrás. Militar y escolta se trepan a los jetta verde botella que los aguardan en la lateral del Viaducto, a 50 metros de donde los deudos despiden a Daniel Colín: ``Madre amantísima... Ruega por él... Virgen...''.

Encendida, la masa se amontona sobre los compactos. Varios hombres tratan de abrir una valla para que general y compañía hagan la graciosa huida. ``Bola de pendejos, somos unos pendejos --regaña un hombrón a los pendencieros que ya para entonces son todos--, basta de las chingaderas que le hacemos a nuestra colonia. Babosos, somos unos babosos''.

--¡Ni madres!, que la reconstrucción se haga cuando regresemos todos del panteón, cuando estemos todos los testigos --es el alarido y organizan una guardia en el sitio para impedir que policía y Ministerio Público se acerquen en su ausencia. Ahí hombres y mujeres se quedan en custodia.

Es en la mera esquina que hacen las calles Doctor Andrade y Barajas Lozano, donde se levanta una capillita que comparten la virgen de San Juan, San Juditas (el de las causas difíciles) y el Santo Niño de Atocha. Es ahí donde los hombres montaron en una mesa el ataúd de Daniel Colín.

Las mujeres lo rodearon de veladoras y botes llenos de gladiolas, crisantemos y claveles; formaron en el suelo una cruz de cal --permanecerá hasta que pase el novenario y luego la enterrarán también porque en ella está el alma de Daniel-- y en una cazuela de barro echaron vinagre y cebolla para que recoja los olores del cadáver... no le vayan a hacer daño a nadie.

Desde la noche del miércoles están ahí, llorando al muerto y maldiciendo a la suerte. Las viejas hicieron café y chocolate, y compraron pan para que la espera fuera más llevadera. Por la mañana, sirvieron un guisado picante.

Los compás de Daniel y los compadres de su papá, el administrador de dos edificios de departamentos míseros, llenaron media cuadra de coronas (en las dos aceras). ``Del Pingüica y tus amigos'', se lee en uno de los listones morados. Más tarde, en dos destartaladas Chévrolet las apilarán para llevarlas al panteón.

También les dio tiempo para mandar hacer un par de mantas en las que policía y medios de comunicación son puestos en el mismo barco. Ambos, señala una, ``están difamando a los muertos''. En otra le piden al presidente Ernesto Zedillo que no se deje engañar ni por los uniformados ni por los periodistas.

La hora del entierro se acerca. Ya pasa de las dos de la tarde. La gente se empieza a organizar para irse al panteón. Desde Doctor Neva, a unas calles, ya traen el féretro de Juan Carlos Romero Peralta. A Oscar Iván Mora lo acaban de sepultar en el Francés, ``sus deudos sí son de lana''.

Son los tres muchachos que el lunes después de una balacera aún no aclarada, fueron arrastrados --juran los testigos-- por los jaguares y aparecieron ejecutados un día después. Este capítulo parece marcar el fin de una negra historia de complicidades.

Al salir el ataúd, la gritería

De los edificios descarapelados y vecindades malolientes a cuyas puertas se instala el tianguis de autopartes (muchas de ellas robadas) más grande de la capital, la gente sale para unirse al sepelio. Cuando llega el otro ataúd se hace la gritería: ``¡Asesinos! ¡Justicia!'' La tiendita de la cuadra, La Apolonia permanece cerrada. En frente, en su auto, quedó Guillermo Faustino, hijo del dueño. Del otro lado, al pie de un arbotante, cayó un policía que iba de civil. Los vecinos aseguran que lo mataron sus mismos compañeros.

Los dos cajones quedan junto a la capilla. Uno es blanco y otro es gris. Sobre el primero, el de Juan Carlos, Patricia y Juana, mamá y tía, se abalanzan. Juana enfrenta a las cámaras: ``Que nos prueben que somos rateros, que nos prueben. Si algo hicieron sus tíos, pues ya lo pagaron''.

Después se marchan todos a Dolores, una larga caravana de viejos Dodge, Fordcitos y Chévrolet, siguen las carrozas y en dos camiones se trasladan los vecinos de este barrio de ambulantes, meseros, lavacoches y mecánicos. Ya van a ser las cuatro.

Relatos sin nombre

La larga historia de complicidades policías--robacoches que construyó la leyenda negra de la Buenos Aires y que marcó a todos sus habitantes --``aunque aquí la mayoría somos honrados''-- parece estar a punto de terminar.

--Me llamo María de la Luz --llora una mujer--, mi hijo Angel Leal es mesero en Garibaldi. Oí los balazos y salí corriendo, porque me vinieron a avisar que los policías se llevaban a Angel en un camión. Alcancé a ver, cuando lo subían. Desde el lunes no he vuelto a saber de él. ¡Quiero que me lo regresen vivo!

--Yo soy Laura Ortiz. Cuando comenzó la balacera me lancé a la calle porque mis dos chiquillos acababan de salir a La Apolonia a comprar unos dulces. Me alcanzaron varios balazos. Todavía sangrando la policía me llevó a la delegación (50va), quien sabe de qué me querían acusar.

Estos son relatos sin nombre:

--Hace poco más de un mes que vivía con Daniel --cuenta una jovencita y ofrece una foto que se tomó con su novio en unos quinceaños--, estaba en casa de mí mamá cuando me avisaron que lo estaban golpeando fui a ver y un policía vestido todo de negro, de esos que andan en moto, que les llaman Jaguares, me aventó y me gritó: ``¡No te metas perra que a ti también te va a tocar!''.

Estos son relatos sin nombre:

-- Yo vivo ahí enfrente, no vaya a poner cómo me llamo, pero soy, como casi todos, nativa de la colonia y me duele mucho que se nos juzgue como rateros, narcos o ladrones. Los muchachos no pueden conseguir trabajo si dicen que son de la Buenos Aires. Ya nos fregaron para siempre.

--Mire --cuenta otra--, es cierto, aquí hay mucha pandilla, mucha mafia, pero los policías saben quiénes son los meros, meros. Vienen, los agarran, se arreglan con mucho dinero y luego los vuelven a soltar para que hagan su ronchita. Se dan vuelo los raterillos, pero a los grandes ni los tocan. Es su negocio, ¿o no? Yo me digo: ¿a poco nomás por robar lo van a matar a uno?

--Uuuy, se espantan de que aquí pura cosa robada, pero bien que las compran. Como dice el dicho: no sólo pecó el que se echó a la vaca, sino también el que le jaló la pata... psss.

--Acá los polis vienen a chupar y a drogarse, ¿a poco no?, siempre estamos llenos de agentes, chilla un hombre.

La tarde refresca. En el Panteón de Dolores, los de la Buenos Aires le piden al mariachi que toque Las Golondrinas.