Carlos Montemayor
La marcha zapatista
México sufre una especie de esquizofrenia nacional: por un lado aplaude al indio histórico y ensalza el patrimonio cultural prehispánico; por otro lado margina, subestima, desprecia al indio real de carne y sangre. Esta división esquizofrénica nos lleva a celebrar las culturas indígenas del pasado, a rescatarlas, salvaguardarlas o estudiarlas tal cual son o fueron, y a sentirlas cercanas. Pero ningún mexicano se siente parte del indio actual. Despreciamos, olvidamos, minimizamos, destruimos las culturas indígenas actuales. Como creemos que indio es sinónimo de retraso, la discriminación racial y cultural es el arma que esgrimimos contra la realidad indígena contemporánea. El aplauso y el respeto es para el mundo indígena prehispánico; deseamos que el indio del pasado sea como creemos que fue. Pero exigimos que el indio de hoy cambie. Pensamos que debe dejar de ser indio, dejar de ser lo que es. Aunque nosotros, los no indios, no estemos obligados a cambiar y no nos propongamos cambiar.
La marcha de los mil 111 zapatistas ilustra esta esquizofrenia oficial y nacional. Los zapatistas no han desaparecido, no han entregado las armas, no han dejado de resistir ni de reclamar sus derechos agrarios, políticos y culturales. Y aun así, creemos que la marcha es un símbolo de su cambio, no una exigencia para nuestro cambio. No han desaparecido, sino que se han agravado las circunstancias sociales y políticas que dieron origen a la insurgencia del EZLN. Pero el gobierno mexicano y gran parte del país siguen creyendo que se resolverá este conflicto no por el cambio de actitud del gobierno federal, sino por el cambio del EZLN mismo, por el cambio de los zapatistas, por el cambio de los indios.
No nos equivoquemos: el cambio debe ser nuestro. Si el FZLN se consolida como un nuevo camino de acción política, las armas comenzarían a ser inútiles no porque los zapatistas hubieran dejado de existir y de luchar, sino porque el país habría cambiado. Creer que el arribo de los zapatistas significa un giro hacia la paz solamente porque los zapatistas están dispuestos a cambiar es un error, es una miopía política e histórica. La paz se acercará cuando seamos otros, cuando nuestra Constitución se reforme, cuando nuestra perspectiva discriminatoria y racista desaparezca. La marcha zapatista se propone estos cambios, sí, a fin de que en el país entero tengan cabida, como sujetos de pleno derecho, los pueblos indígenas.
Es inexplicable que el secretario de Gobernación exponga ante la Cámara de Diputados que los pueblos indígenas deban someterse a un orden constitucional que desconoce los derechos políticos y culturales de los pueblos indígenas. Ese es, precisamente, el reclamo de la lucha zapatista. Es injustificable que el secretario de Gobernación exponga ante la nueva Legislatura que reconocer los derechos de los pueblos indígenas conduciría a la violación del principio de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, cuando el gobierno mexicano y el Senado de la República han aceptado ya, desde 1990, ante la Organización Internacional del Trabajo de las Naciones Unidas, que ese principio de la igualdad ante la ley es inoperante en la realidad cotidiana de los pueblos indígenas y tribales del mundo entero.
México no puede estar suscribiendo acuerdos internacionales, como el Convenio 169 de la OIT, para darles después la espalda. El gobierno mexicano no puede estar firmando acuerdos de paz en San Andrés para darles después la espalda. Es hora de que el gobierno mexicano actúe como mayor de edad y aprenda a respetar los compromisos que suscribe. Con su resistencia a reconocer los acuerdos de San Andrés, también está incumpliendo el Convenio 169 de la OIT, cuyos contenidos se han vertido en los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, cuyos principios se han recogido, a su vez, en el proyecto de reformas constitucionales propuesto por la Cocopa. Es hora de que el gobierno cambie. De que la educación del mexicano, respecto al indio, cambie. Los zapatistas vienen a México porque esperan ese cambio. Porque lo reclaman. Su marcha no es el fin de un conflicto. Es la continuación de su lucha.