Es obligatoria una pregunta: ¿es reformable el PRI? Resulta lógico que la reforma de sí mismos sea un deseo de los priístas ante la nueva situación política creada a partir del 6 de julio. Pero el propósito no es suficiente para crear un partido político en el sentido pleno del término. Harían falta tantos cambios que el actual poder dejaría de ser funcional.
El priísmo tiene realidad nacional en la medida en que se define en torno al poder. Los priístas no representan unos definidos intereses sociales ni expresan ideas precisas, por lo que no les une un programa político. Caciques y grandes empresarios, ejidatarios y obreros (aunque cada vez menos), funcionarios públicos y gestores profesionales, intelectuales logreros y algunos otros de herencia familiar, se unen en torno al único poder que han conocido y se benefician de éste, tal como lo han hecho durante décadas. Pero eso no significa que los priístas tengan propósitos nacionales bien definidos.
La vieja ideología de la Revolución Mexicana terminó en simple trampa retórica y, actualmente, ha sido eliminada por completo. El neoliberalismo del gobierno no es asumido por la generalidad de los priístas, quienes sin embargo se mantienen unidos en torno del poder. En algunos lugares del país, ante la ausencia de una izquierda articulada, el priísmo es la contraparte de la derecha y logra así mantenerse como lo menos malo desde el punto de vista social, pero carece también de peculiaridades propias.
A los priístas los une el Presidente de la República, lo cual impide el desbordamiento de sus divergencias internas. El apego por lo antidemocrático caracteriza a todo el priísmo, pero eso no es suficiente para dar perfil a un partido político. Los destacamentos tradicionales del PRI, en primer término el charrismo sindical, no valen nada en términos de influencia social y sólo son la caparazón que impide el surgimiento de un movimiento sindical. La compra de votos con fondos públicos es ya un medio indispensable para mantener influencia electoral fuerte en grandes zonas del país.
El PRI, por tanto, no puede reformarse sino a condición de que lance de sus filas a la mayoría de sus integrantes, lo cual sería un suicidio político. El Presidente no puede gobernar como él quiere seguir haciéndolo sin charros sindicales, caciques, políticos corruptos y empresarios favorecidos. La depuración priísta tendría que ser verdaderamente profunda para dar lugar a un partido propositivo y organizado.
Pero el jefe del PRI, el Presidente de la República, es el mayor obstáculo pues la jefatura de éste determina, al mismo tiempo, la unidad y la conservación. El mando presidencial sobre el priísmo es su fuerza y, finalmente, se ha convertido en su propia e ineludible debilidad.
A juzgar por el discurso del Presidente el pasado 1o. de septiembre, el gobierno --por tanto, el PRI-- no ofrece ningún cambio en su política. Los ajustes que podrían introducirse serían mínimos y en el marco general del neoliberalismo galopante que se le ha impuesto al país desde arriba. No hay en el discurso del poder ni asomo de unos tintes populares en la política gubernamental, la cual, a final de cuentas, tendrá que ser defendida por el PRI.
Atrapado en su origen, despojado de su programa histórico, sumido en la corrupción, sin ideólogos ni líderes, el priísmo no halla los caminos de su propia reforma. Mariano Palacios Alcocer se encuentra en la jaula del sistema al cual ha servido durante toda su vida, y está bajo el mando de un Presidente que nunca ha sido un verdadero líder del priísmo, pero que encabeza irresistiblemente a los priístas.