ASTILLERO Ť Julio Hernández López
Los dos personajes liados a golpes ayer en la Cámara de Diputados forman parte, en sus respectivas bancadas, de los extremos de la provocación y la estridencia.
Rafael Oceguera, sinaloense con una larga hoja de servicios ortodoxos a favor de su partido, el Revolucionario Institucional, se ha instalado con rapidez como uno de los jefes del llamado bronx priísta, cuyos integrantes se especializan en lanzar frases presuntamente ingeniosas y ciertamente hirientes contra sus opositores, casi siempre amparados en el anonimato y regocijados en su espíritu de pandilla.
Maximiano Barbosa, por su parte, es líder de una de las vertientes que ha tomado el movimiento denominado El Barzón. Su simple presencia física ayuda a entender sus mecanismos de razonamiento político: sombrero y vestimenta de ranchero bronco, una especie de Antonio Aguilar con credencial de diputado, sin ánimos de integrarse a una estrategia perredista sino, en realidad, siempre dispuesto a privilegiar su punto de vista individual.
Ayer, con Guillermo Ortiz y su política económica como telón de fondo, Oceguera y Barbosa se enfrentaron a propósito del uso del micrófono que el priísta hacía.
Aun suponiendo que la conducta de Oceguera al frente del bronx sea censurable, y que las palabras que pronunciaba fueran inadmisibles, no asiste a ningún otro diputado, por muy dirigente de un ramal de El Barzón que sea, la facultad de arrebatar el micrófono a otro representante popular con tanto derecho como el que más a expresar sus puntos de vista y sujeto, en caso de excesos o faltas, a la rectoría de quien preside la mesa directiva, que en el caso era la perredista Laura Itzel Castillo.
Es posible que un episodio como éste ponga de manifiesto la urgente necesidad de que el PRD consolide su unidad interna y presente un frente sin fisuras, y sin veleidades o arrebatos personales, para enfrentar las duras jornadas que tiene por delante y, además, para evitar que las múltiples trampas tendidas por su adversario central, encarnado en el PRI, funcionen gracias a la ingenuidad o los aceleres de sus representantes.
No está de más recordar las maniobras adjudicadas a Porfirio Muñoz Ledo para evitar la presencia de los fotógrafos y reporteros en la sala de sesiones de la citada Cámara de Diputados, además del jaleo interno dirigido contra diputados perredistas presuntamente cooptables por el priísmo. Porfirio, que ganó estatura el día del Informe presidencial, parece tener grandeza en los momentos cruciales pero, al mismo tiempo, ser su mejor adversario en las tareas cotidianas.
Por su parte, el PRI podría aprovechar el incidente para corregir la dañina tendencia que se ha tolerado, y acaso alentado, de agredir a sus adversarios mediante métodos cavernarios como los del llamado bronx.
Están, en todo caso, en otros lugares fuera de la Cámara, y tienen otros nombres, los responsables de las vergonzosas escenas que han vivido los priístas, y sería injusto que sus frustraciones y penalidades pretendan ser desahogadas contra sus compañeros de responsabilidades.
Los mexicanos que votaron el 6 de julio, unos por el cambio, y otros por la conservación del estado actual, no pueden estar representados por legisladores provocadores o agresores. El PRI y el PRD, en el caso de ayer, tienen la oportunidad de enmendar desviaciones y afinar su presencia pública.
Ayer mismo, por ejemplo, en lugar de pelearse unos contra otros en el alfombrado ring de San Lázaro, los priístas pudieron haber ido a descargar sus tensiones a la ceremonia plena de simulación en la que el dedo superior impuso a Mariano Palacios y a Socorro Díaz como nuevos pastores, y los perredistas, por su parte, pudieron organizarse para ir a Campeche a apoyar a su compañera Layda Sansores, a quien arrastraron y mojaron policías garantes de que el imperio de Salomón Azar continúe ahora al cuidado de José Antonio González Curi, quien presuntamente entrará al palacio de gobierno campechano este lunes venidero.
Pero, mientras los priístas y perredistas se enredaban en un pleito pueril, los panistas se planchaban el uniforme para aparecer como los niños buenos del salón, y el secretario al que los perredistas tacharon de embajador del Fondo Monetario Internacional (FMI), se escabulló tranquilamente de una sesión en la que las discusiones a fondo sobre la economía fueron suplidas por las crónicas pugilísticas y los dimes y diretes de ínfimo nivel.
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