Bernardo Bátiz V.
El tricolor
El Partido Revolucionario Institucional está en crisis, ni quién lo dude; sus vicios antiguos, podemos decir que de nacimiento, lo siguieron en su larga vida de 70 años ya; nació con pretensiones de ser un partido único, como los que estaban de moda en 1929, pero pronto, con la campaña vasconcelista de ese mismo año y con la presencia posterior de otros partidos, se tuvo que conformar con ser un partido oficial, casi único, pero no único y dependiente siempre de la generosidad del presupuesto.
El otro defecto congénito es que surgió de un pacto de reparto de cuotas de poder y de gajos de presupuesto. Nunca ha perdido esta característica; sus integrantes de alto nivel sabían que el partido les proporcionaría presupuestos más o menos jugosos, de los que no tendrían que dar cuenta a nadie, a condición de que ellos a su vez no pidieran cuentas a otros.
Había, lo dijo alguna vez, Moreno Sánchez, una liga de complicidades. El que llegaba no pedía cuentas al que se iba, y sabía que no tendría que rendirlas cuando le tocara su turno de partir; así se pasaban los años y los sexenios, se turnaban los puestos y al menos dos generaciones (¿o tres?) cumplieron el ritual y pudieron mantenerse en el poder casi indisputado.
Pero la sociedad creció en número y en presencia, los nuevos tiempos empujaron, y partidos y grupos cívicos empezaron a pedir cuentas, a solicitar aclaraciones, a exigir cambios. Los mismos priístas de alto nivel pusieron su granito de arena al romper el saco con su ambición. ``Está bien que roben'', oí decir a un maestro normalista, ``pero no tanto''. El pueblo toleró que sus políticos se enriquecieran, en parte por impotencia, en parte por una moral laxa que fue penetrando las capas sociales de nuestro país, pero las últimas camadas de millonarios no se midieron, se avorazaron, las cuentas en el extranjero, las propiedades lujosas, el exceso se dejó ver por su tamaño inocultable y la gente se cansó.
Hoy el tricolor se plantea su futuro, su desatino. La duda está en seguir luchando como antes, aprovechando cargos, cacicazgos y posiciones o trastornar al aparato oficial, que siempre ha sido, en un verdadero partido político.
Si continúa aferrándose a las viejas tácticas, de seguro continuará retrocediendo --provocará un cambio violento, si decide cambiar, tendrá que rehacerse totalmente; sus militantes tendrán que hacer dos cosas que para muchos serán una novedad, pagar cuotas para sostenerlo y trabajar para convencer de sus ideas a los votantes.
Deberán también escoger un emblema que no se base en los colores nacionales, formularse una doctrina convincente y disponerse a competir en un juego plural y limpio de partidos.
Si esto sucede pronto, desde la dictadura personal de Porfirio Díaz, hasta el fin del siglo XX, habrán pasado cien años para que podamos decir que la democracia por fin se conquistó y que el sufragio ya es efectivo. El tricolor todavía tiene un papel que jugar, decidir si cambia con México o si se queda rezagado, optar por un color propio o seguir jugando al juego de los tres colores, que los demás partidos y la sociedad ya no tolerarán.