El diablo, probablemente, diría Robert Bresson, célebre cineautor francés, te inspiró este artículo. Y yo estaría de acuerdo con él, pues luego de leer con inesperado estremecimiento la declaración que recogió Raquel Peguero (La Jornada, 31/8/97) de los trémulos labios de Guillermo del Toro, que planteaban la cercana realización de una película, El espinazo del diablo, no me fue posible desviar la mirada memorística hacia otra cuestión que no fuera la presencia de Satanás (Príncipe de las Tieblas), Belcebú (dios de las moscas) y Belial en las pantallas de este infernal planeta azul. Tampoco olvidé que dentro del contexto literario, Milton recreaba al ``príncipe'' con cuernos, pezuñas y rabo para ofrecernos una figura de su perversidad, y que el Mefistófeles de Fausto no carece de atractivos.
Apartémonos de la literatura para transvasar a estas páginas la descripción de las imágenes cinematográficas del demonio acorde a irregulares vibraciones. En una inicial instancia surge de las cambiantes llamas de mi memoria la figura de Andrés Soler, protagonizando un personaje infernal en Un día con el diablo (1945), de Miguel M. Delgado, cinta en la que Cantinflas participa como conscripto. Súbitamente recuerdo a otro Soler, en este caso a don Julián, director de Satanás de todos los horrores (1972), adaptación de un cuento de Edgar Allan Poe, La caída de la casa Usher, transplantado al México del siglo XIX.
Continuemos en el pasado para reencontrar en el espacio virreinal, precisamente en el siglo XVI, a un demoniaco espadachín cuya misteriosa existencia trasladó al celuloide Fernando de Fuentes, en 1934, Cruz Diablo; y para seguir hablando de diablos hagamos referencia a las películas mexicanas cuyos títulos se ``engalanan'' con susodicho nombre. Entre otras, El diablo y la dama, de Ariel Zúñiga, con Catherine Jourdan como dama; el violentísimo western de Giovanni Korporal, El diabólico, y Las visitaciones del diablo, de Alberto Isaac, para concluir con El infierno de todos tan temido, en este caso el manicomio, de Sergio Olhovich.
Y más allá de Andrés Soler, ¿quién fue el primer actor que encarnó en los lienzos a Satanás? A mi leal saber y entender fue el memorable ilusionista, mago y cineasta parisino Georges Méliés quien otorgó existencia silenciosa, pero plena de actitudes gestuales y corporales a aquel que desde tiempo atrás nos preocupa. Bástenos citar dos brevísimos filmes Le manoir du diable (1896) y Les 400 forces du diables (1906).
Asimismo, en Europa, durante los años del cine mudo otra personalidad que desarrolló intensa vocación por reponer en el celuloide a aquella alucinación judeocristiana fue el danés Benjamin Christensen, quien entre 1918 y 1921 rodó en Suecia, La brujería a través de los tiempos, en la que él mismo, además de escribir el guión basado en los archivos judiciales de los siglos XVI y XVII, retacados de aquelarres, brujas que copulan con demonios y otras ``delicias'' pesadillescas, interpreta el papel de diablo. Años después, ya instalado en Hollywood, Christensen volvió a acercarse a los rituales infernales en The devil's circus y Seven foot prints to Satan, 1926 y 1929, respectivamente.
Entretanto, en los helados rincones de Escandinavia, Carl Th. Dreyer creó Blade of Satans bog (Hojas del libro de Satanás), retablo de cuatro episodios que muestra las diabólicas artes desplegadas por ``aquel'' como fariseo, luego Gran Inquisidor, después jacobino y finalmente monje ruso.
En nuestros días --séptima, octava y novena décadas-- las biografías del demonio (Fear no evil, 1981, de Frank La Loggia) ocupan un espacio ardiente de la cinematografía estadunidense.
The exorcist (1973), de William Friedkin, nos habla de una niña de 12 años (Linda Blair) poseída por Belcebú, y The omen (La profecía, 1976), de Richard Donner, en cuyo contexto entendemos la acción del mal en la Tierra, serían dos películas mayores del subgénero infernal, sin olvidar Jason goes to hell (El infierno de Jason, 1993, de Adam Marcus) cinta serie B que nos estremeció apenas ayer con el crepitar de sus leños demoniacos.
Ahora bien, no continuó porque ``el diablo, probablemente'', me obliga a poner un punto final