Mucho de la agenda de la transición a la democracia se juega en los estados del sur y del sureste del país, y en torno de los temas candentes de la región se puede levantar una gran fuerza política y moral, pluripartidista y pluriclasista, que construya nuevos cimientos para la renovación nacional, la refundación de la República.
Como representantes de la nación que son, los diputados federales están obligados a sumar a nuestros estados al desarrollo nacional, incluso como un asunto de sobrevivencia de México como nación soberana. La coyuntura es propicia, y los partidos del bloque opositor cuentan para ello con los votos suficientes en la Cámara, y detrás de sí con un mayoritario apoyo de la sociedad presto a manifestarse de los más diversos modos.
Los temas son de elemental justicia. Tanto, que debieran convertirse en una política de Estado, más allá de si gobierna el PRI, el PAN o el PRD.
La presencia de la Federación en Guerrero, Oaxaca y Chiapas es mucho mayor que en el centro o en el norte del país.
La mayoría de los efectivos del Ejército federal están desplegados acá. Son, también, los estados que más dependen de recursos federales. Ambos, el Ejército y los fondos federales, han sido utilizados hasta ahora para apuntalar relaciones políticas atrasadas, para proteger a caciques y gobernantes mediocres e ineficientes, para hacer todavía más opresivas las condiciones de miseria en que viven millones de mexicanos de la región.
Sin ningún problema, y sin que para nada intervenga aquí la ideología de tal o cual partido, los diputados federales del bloque opositor puede sumar sus votos para, por ejemplo, impedir que el Ejército federal sea usado en labores de represión de los ciudadanos, situación que sería bien vista por muchos oficiales de las fuerzas armadas y que demandan las más prestigiadas organizaciones no gubernamentales de derechos humanos.
Pueden también sumar sus votos para fincar juicio político a funcionarios claramente involucrados en la desaparición de ciudadanos, en la promoción de la tortura, en asesinatos políticos o en matanzas como la de Aguas Blancas. Ningún gobernante del PAN ha sido involucrado en esas prácticas, y ahora que los votos de los electores comienzan a contar, muchos priístas arriesgarán su futuro político si, por ejemplo, no votan en favor de garantizar en la Constitución y la ley los derechos de los indígenas o de reabrir según sus atribuciones el caso de Aguas Blancas. Además, no veo a algunos respetables priístas levantando la mano en contra de quienes promueven la paz en Chiapas, Guerrero y Oaxaca, de quienes quieren frenar el desprestigio de las fuerzas armadas convertidas en garantes de una realidad de atraso, corrupción y abismales desigualdades sociales.
Además, si una buena parte de la vida de nuestros estados depende de los recursos federales, que quienes los aprueben es decir, los diputados federales, se encarguen de vigilar rigurosamente su aplicación y garantizar que son recursos para el desarrollo social, y no para sacar de pobres a líderes y funcionarios. No más bandas del pañal como en Chiapas, ni presidentes municipales como el anterior de Acapulco, que se jactaba en público de que empresarios locales lo hayan considerado para nombrarlo el empresario del año.
Cuando se habla de la transición a la democracia --que no será si la nación no vuelve los ojos al sur--, se apunta necesariamente al desmantelamiento del régimen de partido de Estado. Para decirlo en positivo, como lo marca la hora, se trata de construir en México el Estado democrático de derecho; y contribuir poderosamente al logro de este histórico fin está a la mano de los diputados federales.
Simultáneamente, pueden comenzar a acotar al capitalismo salvaje y pasar a establecer estrictas regulaciones que impidan que los amigos de los presidentes o de los gobernadores, sólo por esta condición, obtengan jugosos contratos o se apropien de empresas estratégicas. Que ya no haya más Cabales, Divinos, Raúles, Lankenaus, Tribasas. Que ya no haya más protección a empresas que crecen no porque ofrezcan servicios de calidad al público, sino por su relación con el poder político.
Una deseable política económica de Estado como la que propone el presidente Ernesto Zedillo, sólo sería posible bajo un nuevo régimen político, es decir, en la democracia, con gobernantes con una clara vocación de servicio a la comunidad y, por tanto, ajenos a la corrupción y al tráfico de influencias.
Sólo sería posible si se vuelve un consenso social, no sólo precepto jurídico sino una práctica cotidiana, el que gobernantes y gobernados son efectivamente iguales ante la ley.