El viernes negro de las bolsas del Sudeste Asiático ha repercutido fuertemente en los demás centros bursátiles del mundo, sin exceptuar a México, y ha tenido efectos negativos, de nueva cuenta, en las monedas asiáticas. Es necesario apuntar algunas reflexiones sobre ese fenómeno generalizado y generalizador, ya que podría tener importantes repercusiones sobre la situación económica y social de los países económicamente más débiles y sobre el comercio internacional.
En primer lugar, el debilitamiento de las monedas menores equivale a un fortalecimiento relativo del dólar y del yen en los mercados afectados, lo cual podría llevarlos a reducir las importaciones de materias primas, combustibles y tecnología, y quizás incluso a no poder compensar vía exportaciones ni siquiera un flujo importador menor, a pesar de que, teóricamente, las primeras puedan ser favorecidas por la devaluación de sus monedas. A este respecto cabe recordar que los países mencionados cifraron todas sus esperanzas en la exportación de productos industriales, maquilados o no, los cuales tienen un alto componente importado que es imposible eliminar de un día para otro. Por ello, podría ser que, a un efecto relativo sobre las exportaciones japonesas de tecnología y know how en Asia o de las estadunidenses hacia nuestro país, se agregue un importante desequilibrio en la balanza comercial de los países más débiles, con las consiguientes consecuencias sociales internas.
Las economías exportadoras-maquiladoras, con un débil y reducido mercado interno, son, evidentemente, las más frágiles, sobre todo por su dependencia de la exportación de pocos productos manufacturados o elaborados y por su casi exclusiva atención a un mercado principal. Es necesario, en ese sentido, ver qué pasa en las economías de los tigres viejos, o nuevos como Tailandia, que en forma tan insistente fueron vistos como modelos para los países más importantes de América Latina (México, Brasil, Argentina) y que tantos economistas trataron de estudiar y de imitar. Es igualmente importante comprobar que, si los países industrializados resisten mejor los efectos del crack bursátil, es porque, a pesar de la disminución de sus salarios reales, mantienen sólidos y diversificados mercados internos y no dependen totalmente de la exportación, por voluminosa que ésta sea. También resulta esencial comprender que los esfuerzos exportadores y la reducción de los costos nacionales, así como el aumento del coeficiente de eficacia del capital invertido, no garantizan de ningún modo contra las brutales reducciones de capitales y de empresas resultantes de los cracks bursátiles.
Estos son, en efecto, la consecuencia dramática y repetida en plazos relativamente cortos de la enorme desproporción que existe entre la masa de capitales que circulan por todo el mundo en búsqueda de ganancias rápidas y el tamaño reducido de mercados que, además, no se expanden, lo que provoca periódicos derrumbes en las bolsas, las cuales se han convertido en algo así como casinos o terrenos de caza para los intereses financieros depredadores.
¿Cómo es posible planificar el desarrollo nacional en esas condiciones impuestas por la mundialización y el capital financiero? Tanto la autarquía como la extrema dependencia del mercado mundial -que llega a convertirse en adoración- son negativas. Sólo es posible reducir los riesgos reforzando los niveles de vida y, por consiguiente, los mercados internos; disminuyendo la dependencia de las importaciones de tecnología, materias primas y alimentos; mejorando el nivel de vida, de cultura, de productividad de los trabajadores nacionales. O sea, acabando con las ilusiones del fundamentalismo neoliberal que se presentan como el non plus ultra y el único pensamiento económico posible.