Enrique Calderón A.
No más violencia

Las imágenes del Ejército mexicano restableciendo el virtual estado de guerra contra los campesinos indígenas de Chiapas, se mezclan hoy con las de otros policías y militares atacando salvajemente en la ciudad de México a niños, a mujeres y a jóvenes en sus propias viviendas, por el terrible delito de ser pobres.

Quienes piensan que es así como se va a terminar con la delincuencia en la ciudad y con la violencia y el descontento en las montañas y los bosques de México, están profundamente equivocados.

Si históricamente la violencia no ha servido nunca sino para generar más violencia, su aplicación indiscriminada, absurda e ilegal no podrá tener otro efecto que la destrucción de nuestras instituciones, y el riesgo de la desintegración de nuestra identidad como nación.

En Chiapas, la explicación de las autoridades militares para restablecer la posición de San Cayetano, ante la petición de supuestos grupos indígenas de protección contra el ``intenso tráfico de drogas y la violencia en la zona'', pareciera ser sólo una confesión de su incapacidad para resolver con su presencia tales problemas, y peor aún, la decisión previa de retirarse del lugar refleja su ineptitud para detectar la presencia de narcotráfico a su alrededor, como pareciera ser la constante en todos los lugares donde están presentes.

Al parecer, la importancia esencial del Ejército Mexicano no ha sido debidamente entendida por quienes debieran estar preocupados por cuidar su imagen como garante de la soberanía nacional.

Asimismo, el empleo de la fuerza pública para allanar moradas de la población indiscriminadamente, con el pretexto idiota de estar combatiendo la delincuencia, no tendrá otro resultado, más pronto que tarde, que convertir a la ciudad de México en un escenario de combate, donde el odio y el deseo de venganza sustituyan a la razón y a cualquier otro sentimiento.

Las regiones que hoy se están convirtiendo en escenarios permanentes de la violencia policiaca se caracterizan por la pobreza angustiante y crónica de sus habitantes, cuyos ingresos son inferiores a los mil pesos en más de sus dos terceras partes.

A esa pobreza, estas personas ven añadir su inseguridad cotidiana porque, contrario a lo que pudiera creerse, la mayor parte de los asaltos que ocurren a diario en la ciudad tienen como víctima a este grupo social y, para colmo, ahora ya sin recato, la policía les ataca sin consideración alguna.

¿Cuántos resentidos más de estas acciones habrá dentro de un mes o dentro de tres? ¿Cuáles serán las secuelas que dejará todo esto? Nada de ello parece preocupar a las autoridades que pronto terminarán sus funciones, y cuya característica definitiva ha sido el autoritarismo y la irresponsabilidad social.

El reto es para el nuevo gobierno y para la sociedad, pero lo es desde ahora y no hasta el 5 de diciembre. Una declaración enérgica del próximo jefe de Gobierno y una respuesta organizada y también enérgica de la sociedad, son tan necesarias como impostergables. Diciembre podría ser tarde.