A nombre de la modernidad, es abiertamente destructiva la cultura del capital inmobiliario, de muchas autoridades y de los arquitectos y urbanistas a su servicio. No privilegia la reutilización racional de las estructuras urbanas y arquitectónicas existentes, sino su remplazo por obras nuevas, en función de la rentabilidad financiera a corto plazo y las modas. Casi sin excepción, los megaproyectos urbano-arquitectónicos ponen en riesgo el patrimonio natural (Club de Golf de Santa Cecilia, en Xochimilco; Conjuntos Santa Fe y Cuicuilco), cultural e histórico (Conjunto Cuicuilco y Plan Alameda), identidades locales (Club de Golf) y tramas urbanas de épocas pasadas (Plan Alameda y Torres Chapultepec y Aguila).
En general, el criterio usado para la protección del patrimonio es limitadamente puntual: la obra aislada afectada o la ecología del lugar, a partir de valoraciones unidisciplinarias y/o académicas elitizantes. Aunque no las excluimos, observamos que se deja de lado una concepción más amplia y englobante que denominamos la defensa del patrimonio social urbano en su conjunto. En el Centro Histórico o las colonias construidas en el porfiriato, por ejemplo, no se trata de proteger sólo algunas obras de la ``arquitectura mayor'' estilísticamente clasificadas, sino toda la trama urbano-arquitectónica que es el patrimonio urbano real; ni de evaluar el impacto ecológico sólo en el lugar, sino los efectos del proyecto sobre el sistema natural como un todo, y preservar zonas que aunque parezcan deleznables (tierras poco fértiles de Xochimilco, pedregales del Ajusco y el sur de la ciudad), son parte de estructuras naturales integradas y apropiables como tales por los ciudadanos.
Un megaproyecto, aunque no destruya una obra patrimonial o lo haga parcialmente, puede afectar notoriamente al entorno urbano y sus habitantes. Las Torres Chapultepec y Aguila, el Plan Alameda o el Conjunto Cuicuilco producirán saturación de la infraestructura vial (congestionamiento vehicular excesivo y contaminación ambiental), de las redes de agua, drenaje y electricidad, y reducirán la habitabilidad de las zonas vecinas y sus habitantes, etcétera. Ello genera justa oposición ciudadana.
Los promotores de los megaproyectos se ocupan de las ganancias empresariales y las autoridades de las cifras macroeconómicas, pero no de los beneficios o perjuicios que traen para los habitantes del lugar. Los empresarios y los gobiernos no tienen en cuenta ni establecen compromisos sobre las obras, casi siempre grandes, derivadas de la inversión, ni se preocupan por realizar programas de mejoramiento real de la habitabilidad urbana de las áreas de influencia, muchas veces marcadas por la exclusión y la escasez (Santa Fe, Xochimilco o Cuicuilco), o sólo dan pequeñas mejoras como paliativos. No se tiene en cuenta, por ignorancia o conveniencia, que la rentabilidad de los proyectos surge de su inserción en la estructura urbana producida y financiada colectivamente; no hay preocupación alguna por retribuir a la colectividad y a los pobladores más directamente afectados con mejoras directas significativas, lo que causa malestar ciudadano.
Los diseñadores financieros, arquitectónicos o urbanos se preocupan por las ``bondades'' de su obra particular (que en ocasiones no se discute, aunque debiera hacerse), pero muestran el mayor desinterés por lo que ocurra con todos los elementos que forman el patrimonio social urbano y la habitabilidad colectiva. Esta defensa del interés colectivo es la función social del Estado, de sus regulaciones y de los gobiernos; su obligación es ir más allá de la norma, la evaluación puntual y sectorial o los intereses individuales, por respetables que sean, para defender los de la colectividad urbana, atender sus reclamos y exigencias, y preservar su identidad cultural.
La modernización a ultranza regida por criterios mercantiles o modas estilísticas está destruyendo rápidamente el patrimonio social urbano en muchas áreas de la capital y otras ciudades. Se respetan obras aisladas cuando están ``catalogadas'', pero no hay una visión integral y global. Igual pasa en ocasiones con quienes las defienden.
Estos procesos ciegos dejan áreas enteras vacías de población residente, como hormigueros diurnos y desiertos nocturnos (Centro Histórico, colonias Juárez y Roma, Santa Fe), tramas donde el automóvil es rey y los peatones son intrusos (Santa Fe, Reforma o Periférico Sur); sumatoria de obras para revista de arquitectura posmoderna, o chatarra para próximas demoliciones que ni nosotros ni los visitantes reconocemos.
Tenemos que arraigar una cultura imaginativa y creadora de la conservación del patrimonio social urbano producido colectivamente por muchas generaciones de capitalinos, y evaluar los megaproyectos en términos de impacto urbano global, en función de toda la ciudad y sus ciudadanos.