Luis Linares Zapata
Cuestión de preferencias

Los márgenes de tiempo para que el PRI se manifieste sobre variadas posturas se estrechan en la medida misma con que sus dudas y extravíos agrandan las desavenencias y la distancia con la sociedad. Sus titubeos, en mucho emanados de una disciplina que se ha confundido con lealtad a personas, grupos y jefes, se ven reforzados por el miedo al desamparo, a la equivocación, a lo no previsto, a la heterodoxia en el accionar y pensar. El inevitable riesgo a fincarse como una opción específica ante los ansiados electores.

La decisión que desate la deliberación en torno a sus propias necesidades o seguir oteando la señal que indique cuándo y cómo someterse a la línea presidencial, esperan delante de los militantes priístas. Una opción parece ineludible pero preñada de consecuencias para su coherencia y pretensiones futuras como partido. Aquélla que les obliga a optar entre seguir sacrificando votos en pos de defender rangos de intermediación financiera muy por encima de los estándares mundiales o meterse de lleno a la pelea por los apoyos y simpatías de los trabajadores y sus escuálidos salarios. Sus corrientes internas vienen formando un caudal que quiere asumir el peligro de sus propias designaciones, de apegarse a un formato abierto para elegir a sus candidatos y dirigentes frente a la ortodoxia que pide dejar todo ello en manos de los enterados y las valoraciones derivadas de sus modelos de gobierno. En fin, los angustiosos días en que los priístas habrán de enfrentar el terrorífico camino de las propias determinaciones tanto de sus contenidos conceptuales, ideológicos y programáticos, como de los mecanismos que rijan su vida institucional.

La realidad no puede estar esperando por momentos propicios y tolerantes de insensibilidades, tardanzas e incompetencias. Las urnas y los respaldos continuos de la opinión ciudadana son exigentes jueces en estos tiempos de inauguradas transiciones. La discordancia de un discurso y actuar partidista con la cultura dominante que orienta a la ciudadanía se paga a precios de curules, gubernaturas o presidencias. Las ausencias, cobardías o errores para hacer frente a los requerimientos de una nación angustiada quedan grabadas en la historia de los partidos y la calidad de sus líderes.

Durante los últimos años, sobre todo a partir de los que iniciaron la época neoliberal del oficialismo, el acento se cargó sobre los famosos equilibrios macroeconómicos. Estos paradigmas dieron por sentados varios axiomas, casi dogmas, que han sido observados con riguroso cuidado. La creencia de que los incrementos salariales son un vehículo envidiable de la inflación es uno de ellos, quizá el más favorecido por la tecnocracia y el alto empresariado. El castigo a los salarios fue el camino adoptado a partir de la crítica que se introdujo, de manera cupular, al modelo del Estado benefactor. Sin embargo, el deterioro acelerado de los salarios, y por consiguiente de su participación en el ingreso, ha permitido que el costo del capital se incremente más allá no sólo de lo deseable sino de lo humanamente justo, para rondar áreas de francas consecuencias genocidas.

Es fácilmente demostrable, tanto por cálculos detallados que consideren lo acontecido en distintas épocas de la historia del país, como por la observación de otros casos a nivel mundial, lo improcedente, ineficaz y muchas veces trágico de la política de contención salarial como un medio para controlar la inflación, forzar el ahorro, propiciar el crecimiento económico o elevar la productividad. Una política salarial que cuide el balance entre costos de vida e ingresos como una prioridad básica tiene que buscarse con la misma beligerancia con la que se diseñan planes de rescate carretero, reformas a la seguridad social o salvamentos bancarios. Contar con un sistema de pagos moderno es fundamental y tras ello se deben colocar amplios recursos e imaginación, pero antes se tiene que diseñar un conjunto de apoyos, normas y mecanismos que aseguren el permanente progreso de los niveles de bienestar y no su continuado como irredento deterioro. Adecuar el accionar partidista con el mandato electoral por una vida digna es tan claro como tergiversado aparece en el presente la respectiva postura oficial del priísmo, muy a pesar de sus discursos. El cambio que les espera incluye la revisión de sus impuestas prioridades.