Arnoldo Kraus
De la violación al suicidio

El silencio es una de las peores enfermedades de nuestros tiempos. Solemos ser mudos copartícipes al ignorar, negar o restar importancia a hechos aparentemente lejanos. Es fácil ser ajenos si desconocemos el origen del problema o si el nombre del afectado no pasa de ser un nombre. Asimismo, los desaguisados ``de los otros'' suelen ser infinitamente distantes porque la cotidianidad absorbe nuestro tiempo y esfuerzo para resolver problemas relacionados con círculos pequeños, ya sean familiares o de trabajo. Sin embargo, en el México contemporáneo, entre la ``política del avestruz'' --sumir la cabeza bajo el agua-- y la idea de André Breton, ``afirmo sólo por el hecho de comprometerme'', parece obligado militar al lado de la consigna del pensador francés. Y es que Durango queda en Mexico y el nombre Yéssica Yadira Díaz Cázares no debe ser ni circunstancial ni accidental. La realidad, fuerza y trascendencia de su persona depende ahora de las voces de la sociedad civil.

En letras muertas, el resumen del caso es breve y desesperanzador: Yéssica, joven de 16 años, fue violada por tres sujetos en marzo; tres meses después, tras repetidos y frustrados intentos por parte de la familia para obtener justicia, la joven se suicidó. Su progenitora ha querido vindicar la memoria de Yéssica a través de una lucha obstinada y admirable, la cual ha sido avalada por algunos sectores de la sociedad duranguense y reforzada por la presencia de diversas ONG así como por cartas de connacionales y extranjeros en diversos rotativos. En letras vivas, el colofón del caso sólo se escribirá cuando la injusticia se convierta en justicia.

Pocas situaciones tan humillantes, nauseabundas, antiéticas y aterradoras como la violación. Se requieren sumar muchas desvirtudes pasadas y presentes para cometer esos actos. Dado que violar conlleva un número no finito de desbalances, las autoridades deberían evitar la complicidad con los criminales y agradecer a la sociedad cuando ésta los señala. La brutalidad del acto es extrema; suele producir en la víctima alteraciones en la salud de todo tipo, algunas agudas, otras permanentes. Los expertos han enlistado diversas complicaciones físicas y mentales tales como embarazos no deseados, enfermedades de transmisión sexual, asma, ansiedad, depresión y alteraciones múltiples de la personalidad. Se ha demostrado también que la violación puede devenir en suicidio u homicidio. En este contexto, debería considerarse que si la víctima se suicida, el calificativo de homicida sería ad hoc para el violador.

La cultura del silencio, del temor y de la desinformación ha hecho que la inmensa mayoría de las violaciones no se hagan públicas. Sea por atavismos societarios, por ética familiar o por sarlvaguardar la moral de la agredida, es poco común, aun en países desarrollados, que los abusos sexuales se informen. El panorama se complica más, ya que a pesar de que exista demanda, la gran mayoría de las acusaciones no llegan a juicio. Agrego, sin sorpresa para el lector, que las violaciones no tienen nada que ver con las hormonas masculinas, sino con la tesitura de la sociedad y el valor que ésta le otorga a las mujeres. En las comunidades, como en México, en las que el sexo femenino carece de poder e influencia suficientes, es donde se cometen con mayor frecuencia agresiones sexuales. El violador está protegido por su justicia, porque la historia ha exonerado a otros y por el cobijo que otorga el silencio. Donde campea la injusticia (casi) todo es cuestión de suerte. En nuestro medio, la impunidad es uno de los males que ha crecido en forma paralela a la injusticia.

Pocos dolores laceran tan profundamente como la violación. Por eso, el suicidio y el homicidio no son recursos gratuitos ni temporales. El daño infringido horada y destroza la moral de la víctima de tal manera que, en ocasiones, sólo la muerte --de uno mismo o del violador-- es el único antídoto capaz de menguar el horror de la herida. Hoy somos observadores de la lucha heroica y por dignificar la memoria de su vástago, de una madre mexicana que pretende reanimar y resucitar la justicia duranguense. La observación de este fenómeno inusitado, que clama a viva voz contra la ausencia de justicia, contra la cultura del silencio y contra la transformación del observador en cómplice inconsciente, merece el apoyo de la comunidad. Si se entiende la circunstancialidad de la vida y la casualidad del encuentro entre violador y víctima, será factible que las caras de la sociedad civil aminoren el poder de la injusticia. La esencia radica en la conciencia: la hija del otro difiere sólo accidentalmente de la nuestra. No es posible seguir siendo cómplices del silencio.