Los últimos rescoldos de la dictadura del proletariado son una hambruna feroz en un remoto país asiático y una vieja cafetera rusa que se desmorona lentamente sobre nuestras cabezas. Mientras los nerds de la NASA pasean su cochecito a control remoto sobre el pedregal marciano, la burocracia espacial de Moscú se truena los dedos para conseguir unos dólares o un mecánico que trabaje de fiado: hay que limpiar un poco el carburador de la estación espacial para que, al menos, dure unos meses más en su nueva condición de casa de huéspedes.
Así termina la carrera espacial con todo y sus resonancias épicas: un robot construido con circuitos de los que venden en las tiendas de computadoras, movido por un grupo de jóvenes ansiosos por reducir costos, y un samovar del tamaño de un departamento de la Narvarte que se cae a pedazos, con riesgo de que alguien salga lastimado.
En los ritmos del desarrollo tecnológico contemporáneo, los once años transcurridos desde la puesta en órbita de la Mir equivalen a algo así como el lapso que separa a Spinoza de Elvis Presley. Recordemos: ¿qué clase de computadora --si alguna-- utilizábamos allá por 1986? ¿Cuántos mortales disponían por esas fechas de teléfono celular? Para colmo, la oncena mencionada corresponde precisamente con los quebrantos y la muerte del socialismo real, y ello explica la falta de mantenimiento a ese alijo de tubos gordos que da vueltas en el vacío y que viene a ser la representación más patética de la utopía difunta.
Los estadunidenses han tenido la oportunidad de sobrellevar con mayor discreción el fin de la edad de oro de su proyecto espacial. Desmantelaron en silencio los enormes cohetes Saturno V --a cuyos lomos llegaron a la Luna media docena de estadunidenses--, desarrollaron su flotilla comercial de transbordadores y se lanzaron a fondo en la carrera de la reducción de costos. Se gastaron decenas de miles de millones en los paseos lunares, y luego poner en Marte las sondas Viking les costó dos mil millones de dólares de los de 1975. Ahora los muchachos del Jet Propulsion Laboratory han logrado una hazaña similar con un presupuesto de apenas 170 millones, una cifra que supera, por cierto, el presupuesto total de la agencia espacial rusa.
Ahora, muerto el chovinismo cósmico de las superpotencias, viene el tiempo de los intereses comerciales que se disputarán el cielo, con los japoneses y europeos en sitio destacado. La construcción de la estación espacial internacional --en la que el papel de Rusia es cada vez más incierto y subordinado-- tiene por objeto primordial desarrollar patentes tecnológicas. De no ser porque las caminatas espaciales ya no suscitan el interés de la teleaudiencia, los astronautas ya tendrían cosidos a sus trajes inflables los logos de Marlboro y Fuji y Quaker State.
Si uno piensa que los carros de fuego utilizados por Washington y Moscú para ir a la Luna y para construir estaciones espaciales eran desarrollos de los misiles intercontinentales que un día habrían de llenar el horizonte de grandes champiñones cegadores, entonces resulta hasta reconfortante asistir al final de ese duelo cósmico que nos tenía a todos con el Jesús en la boca. Pero también es deprimente que no haya podido prosperar, bajo un nuevo aire de entendimiento y cooperación, el esfuerzo sostenido para ocupar y acondicionar las enormes piedras que hay allá arriba. De algún modo, seguimos peleándonos por la posesión de un solo y atestado departamento cuando el resto del edificio está, según los indicios, desocupado. Y no deja de ser triste, también, que tanto juguete tan caro haya sido vendido como chatarra --caso de los cohetes Saturno-- o esté a punto de desbielarse sobre nuestras cabezas, como la Mir. Esos son, a su manera, resúmenes de un siglo abundante en caminos equivocados.