``Fudail le dijo al Califa que el poder sobre sí mismo era mejor que mil años de poder sobre otros'': En memoria de la voz de Nusrath Fateh Ali Khan, consumido por su canto.
Van encontrando las dos clases de tiempo: el transcurrido y el transformado. El primero ocurre en los relojes; el segundo en todas partes. Jacinto lo ignora tal vez, pero también él es posheracliteano: ``Siempre es otro el río en que te bañas, pero así y todo, siempre es el río. A menos que haga secas'', piensa.
Chapalean sobre un plano enfangado, un riachoso pasaje al terminar la sierra, ya en territorio del desierto, donde un ojo de agua es un regalo y un charco grande un verdadero milagro. Un sol radioso vibra, y atraviesa el aire una cortina de vaho que parece gas, parece el velo pío de los espejismos.
Lo siguiente son kilómetros de desierto en serio, aburrido, circular y sólidamente igual. Todo un día. Desde la sierra del Turpial se veía tan cerca el puto oasis (calificativo a cargo de Raymundo).
No hablan. Se les acabaron las cosas qué decir. Apabullados por un atardecer demasiado hermoso, de nubes cabalgantes o con cara de diablito malo, columnas de luz violeta y asalmonada. De la tierra y la vegetación, mayoritariamente armada de espinas, mana una segunda mano para los colores, para fijarlos. Las partes negras de la ropa de Raymundo lo hacen sudar el doble. Sólo a uno de la ciudad se le ocurre recibir de negro al sol.
A la izquierda distinguen un ex tanque de agua, estallado y derramado. Jacinto empapa allí su sudor, como si efectuara una ceremonia de limpieza. Raymundo es más brutal, sólo se deja caer, payaseando que se desmaya, en el lecho del ex tanque, y no se la acaba. Se sentía Kentucky Fried Chicken, se sentía un escurridero de resistol hinchado por el calor.
Lo primero que sale de la arboleda son tres pollos pelones disputando las tripas de una lagartija y la columna de humo de un fogón.
-Está -dice Jacinto. Rompe un silencio de horas, y su voz queda retumbando en los oídos de Raymundo como cuando se cae un mueble o azota una puerta enmedio de la noche y nos despierta.
Entonces los perros, que ya se percataron, salen a vitorear a los extraños.
-Felpa -dice Jacinto-, Felpa, ven pacá.
Un perro de los cuatro, que parece el papá o el jefe, baja las orejas y menea la cola, olvidándose de Ray, que hasta el momento había acaparado su atención.
La apaciguada jauría va tras ellos, entrometida, como son los perros en el territorio que orinan.
La tarde compite con la frescura del lugar, y pierde. Un olor de raíz rancia, un olor de tomillo, anís y las huele-de-noche despertando.
La casa que encuentran no se parece a ninguna de las que hasta ahora ha conocido Ray. Es de piedra y lodo, no madera, y la fachada se la robó una enredadera de enredaderas: moras, yedra, moneda, guías de chayote. La puerta es una cortina de flores moradas y está descorrida. Hay ventanas, con las portezuelas abiertas. Esas sí son de madera.
El fogón encendido, los husos de hilo esparcidos sobre la mesa, los alteros de tela, las botellas llenas de algo verdoso y todavía tibias, los frascos de pintura destapados, el papel de fabricación casera colándose de una charola a una tina, la hamaca negra que atraviesa el cobertizo. En todo palpita una presencia inminente.
A Ray se le ocurre que allí vive una sola persona. Descubre que antes lo había presentido. Lo que le interesa es agarrar una silla y sentarse, pero como no aparece nadie le falta descaro.
-¿Y si la llamas? -sugiere.
-¿A poco crees que no sabe que estamos aquí?
-¿Se está escondiendo?
-¿A poco crees que se necesita esconder?
-¿Y por qué no sale?
-¿Cómo sabes que no salió ya y está aquí? -dice Jacinto, sin ánimo de hacerse el interesante.
-¿Está?
-La acequia.
-¿Qué?
-Está en la acequia.
Recorren el pequeño oasis (que ya no le parece tan ``puto'' a Ray), y resulta que es un jardín, un huerto, otro jardín, un molino y un trapiche, una pendiente donde se precipitan, una maleza, y al fondo un claro. Frente a la pileta de cemento, con las manos metidas en la frescura del agua, limpiando piedras lisas del pellejo de óxido, Carmela canta y menea las abundantes caderas:
``La mujer cuando se agacha
se le abre el entendimiento,
y el hombre cuando la mira
se le para el pensamiento.''
Se está burlando de ellos.
(Próxima entrega: Un inestable final.)