José Cueli
Presencia de Manolete en México

En los vigorosos cendales de la leyenda se hace y deshace, la vida y muerte de Manuel Rodríguez, Manolete. Una historia triste y trágica; tormentosa y sangrienta; dolorosa y fiera; amalgama subyugadora de poesía y barbarie. Conjunto aherrojador de notas tiernas y rugidos bravíos. La historia de un torero --el mejor de los toreros--, hábil en trazar los efectos cautivadores de su torear, básicamente dolor y sueños en que fundamentaba mística poesía transmitida al tendido.

En estas líneas, al recordarlo, resplandece fúlgida la figura quijotesca de Manolete, nimbada por el martirio que no tuvo poder bastante para despojarlo de sus sueños. El Monstruo de Córdoba voltejeó los usos y costumbres en el toreo, sometida al ritmo, cauce e impulso de las reglas clásicas, al imponer un estilo heterodoxo. Arbitrario, generó el caos con la presencia y entrega y dejó en el aire mexicano la verticalidad de su quehacer torero, al llegar y demostrar que las leyes más ortodoxas son sólo fugaz relampagueo, signo de interrogación siempre insatisfecho.

Manolete, tan frágil en su aspecto exterior, disponía de una voluntad indomable para no claudicar en su maestría, al imponerse a todos los toros. Tan entregado estaba siempre con los toros que los toreaba sintiendo la posibilidad de que los pitones se recrearan en su carne, o en los escalofríos de la muerte. El aficionado quedaba hechizado desde el momento en que aparecía en la puerta de cuadrillas: muy erguido, la mirada perdida en el tendido, el ceño fruncido, el alma en pena.

Manuel Rodríguez Manolete es representante del toreo del siglo por derecho propio; murió de muerte natural en una plaza de toros. A la vista de todos, entregado al dulce arrobamiento de jugar a la muerte. Vestido de azul marino o tabaco y oro llenaba la brisa de los cosos de perfume a muerte. Natura había volcado todos sus dones al crear al torero-muerte que nos la recordaba tarde a tarde virtiendo sobre él cuantas perfecciones físicas pudiera apetecer la muerte en la más exaltada fantasía. Esa que le apareció en los pitones del toro Islero, de Miura, en una placita del pueblo de Linares en España, hace 50 años.

Con tales hechizos de torería y pureza, el sentimiento del último Califa de Córdoba se encerraba en sus muñecas prodigiosas, cual mágico estuche que le permitía --parar, templar, mandar y recoger a los toros-- al fijar los pies en la arena, sin enmendar nunca el terreno una tarde sí y otra también. Manolete será recordado en el antiguo edificio de San Ildefonso de nuestra Universidad, este viernes a las 5:30 horas, en homenaje que le organizó la porra universitaria.

Qué lejos se siente esa época, en tardes de novilladas, sin nada de nada. Novillos de Los Angeles Sierra Ortega, disparejos en presentación. Juego y estilo, pero todos toreables. Uno de ellos --el primero--, casi sin pitones, era un auténtico caramelito que desdibujó a José Serrano, ya sin lluvia, verde y sin recursos. Sólo puedo apuntar detallitos de Fermín Spínola, que se llevó benévola orejita, y del novillero español El Veracruz mejor ni hablar. En el recuerdo, la figura quijotesca de Manolete será recordada el viernes en la UNAM.