Después del triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, fue lógico que todos los marxistas del mundo vieran en la naciente Unión Soviética un paradigma del socialismo en construcción. Se pensaba que era el principio de la derrota de la burguesía como clase social dominante en el mundo capitalista. Muy pronto, sin embargo, surgió la oposición de izquierda e internacionalista en el interior de la URSS, simbolizada en buena medida por Trotsky y las críticas a lo que significaban Stalin y sus tesis del socialismo en un solo país, que era cualquier cosa menos socialismo.
La satanización soviética (y por lo tanto de los partidos comunistas ``oficiales'') al trotskismo no pudo evitar que el desencanto entre muchos marxistas se tradujera en importantes análisis críticos de los errores y horrores del estalinismo. Fue así como, en los años 50 y 60, surgió una corriente de pensamiento, fundada en el marxismo, conocida como Nueva izquierda.
La publicación en esos años de los trabajos de juventud de Marx, como los Manuscritos de París (1844), que no se conseguían en occidente antes de los años 50 de este siglo, fueron de enorme influencia para la reflexión humanista de muchos pensadores de esta nueva izquierda. El hombre de mármol dejó de ser un ejemplo a seguir al profundizarse la preocupación por el trabajo enajenado, la fragmentación del ser humano en la sociedad de la época y la necesidad de la liberación del hombre (y de la mujer, desde luego) en todos sentidos. La escuela de Francfort, con Marcuse, Adorno, Horkheimer en contra del llamado determinismo económico cobró importancia junto con algunas corrientes sicologistas influidas por Freud y Reich, provocando importantes críticas al materialismo no sólo en la URSS sino también en el mundo capitalista y occidental.
Esa nueva izquierda cayó en el eclecticismo y en la búsqueda de terceras vías, distorsionándose, al extremo de que el marxismo y su poderosa crítica al capitalismo (que debía de ser derrotado en favor del socialismo) se perdieron en el camino, dando lugar a corrientes cuya principal característica ha sido, hasta la fecha, la superficialidad en su crítica (y en su propuesta) y un humanismo abstracto (más bien burgués) en el que influyeran pensadores críticos dentro del sistema, como Erich Fromm, Iván Ilich y otros de gran aceptación entre las clases medias ilustradas. El proletariado, como sujeto histórico de cambios revolucionarios, fue sustituido por propuestas aparentemente pluriclasistas (que ahora llamaríamos light) bajo la influencia del existencialismo, la antisiquiatría, el nacionalismo negro, la contracultura hippie y derivadas y, un poco después, por el feminismo, el ecologismo, la liberación homosexual y otros movimientos que no cuestionan, radicalmente, al capitalismo sino sólo sus contradicciones más visibles que, supuestamente, podrían resolverse si hubiera buena voluntad entre los hombres y, como está de moda, democracia.
En términos políticos, la nueva izquierda (de antes y de ahora) le ha dado fuerza y sustento filosófico, sin proponérselo, a la socialdemocracia (que, en el poder, ha resultado ser la mejor administradora en los últimos tiempos de las contradicciones generadas por el capitalismo, sin cuestionarlo), y a otras corrientes cuya aspiración máxima no es destruir el capitalismo como sistema injusto intrínsecamente, con explotados y explotadores, sino ganar (para individuos y pequeños grupos sociales sin definición de clase ni organización articuladora que les dé permanencia como movimientos) libertades y posibilidades de existencia en un túnel gradualista cuyo final no se ve ni se sabe bien a bien a dónde conduce.
Por aquí va, pienso, el sentido de la polémica, hasta ahora sin respuesta, que ha querido entablar Rossana Rossanda (Il Manifesto, 15/8/97) con el subcomandante Marcos, y sobre la que habrán de escribirse muchas cuartillas, supongo y espero.