Hermann Bellinghausen
El año que sabía /(Penúltimo)

A estas alturas ya no sabe lo que sabía, si es que algo sabía. Un radio de pilas todo dado a la tristeza. ``Se lo llevó una inundación -justifica don Chío-, cuando había inundaciones''. Y Raymundo piensa que habla como viejo; antes, hasta las inundaciones eran mejores. Un radio de plástico, imitación de las imitaciones made in Japan hechas en Tailandia o Singapur, o sea Tijuana, que murmura entre escupitajos de estática las noticias de la patria. Los locutores (son dos, y se interrumpen uno al otro a cada rato) parecen relatar un folletín de vaqueros, un corrido de Los Tigres del Norte, un ingenuo culebrón gore. Cadáveres que hablan más entre más apestan, ajusticiamientos a media calle de diversos ciudadanos, peleas de políticos y peleas de box.

Lo más lejos que ha llegado el ratón de ciudad y la primera vez que oye un radio. Normalmente no se fija en las noticias; ahora, por nostalgia, les hace caso. Pero es Jacinto el que las entiende.

-Dan ganas de vomitar -comenta el joven líder indio. Don Chío le sube durante los comerciales. Los prefiere como ruido, y porque son lo único que hace pensar que el mundo es feliz. Jacinto es gente de preocupaciones:

-Las buenas noticias siempre pasan en otra parte.

Resulta que el de la ciudad es el que menos entiende. Se le nota en lo despreocupado. Entonces recuerda que no se ha acordado de la banda. Se burlarían si supiera que los recordó a causa de un noticiero. Se botanearían de cualquier manera.

Ya, ellos ya

Treparon la sierra del Turpial, ya están arriba del cerro Chico, que es el más grande del Turpial. Ya llevan rato andando. Raymundo ya siente que le crecen matorrales de entre los dedos y los sobacos. Pero le gusta la sensación inmóvil, varía los peligros y aceleres que constituyen la vida cotidiana. Siente las plantas de los pies. Un cierto dolor.

-No conoces el cuento de los dos ratones -pregunta sin preguntar, adelantando la respuesta.

Jacinto responde que no. Raymundo echa rocas en un sumidero, nomás por oírlas reventar donde ya no se ven. Ahora resulta que Ray tuvo infancia, y saca a colación una tía Rufina que le contaba historias. Oía Chucho el Roto por el radio, y a él le ponía Kalimán. Pero sobre todo platicaba de Porfirio Cadena, El ojo de vidrio, de quien por lo visto había estado enamorada. Por radio, la muy solterona.

Una vez le regaló un libro, el único que tuvo en su infancia que no fuera de la escuela. Grande, de dibujos a colores. En un cumpleaños. Se trataba de un ratón del campo que llegaba a la ciudad y casi lo atropellaban los coches. Se conocía con un ratón de la ciudad, elegante, con traje y paraguas, y con él corría varias aventuras. Luego el ratón del campo invitaba al ratón de la ciudad al campo, y allí también les pasaban aventuras.

-¿Y eso qué tiene que ver? -pregunta, sin humor, Jacinto. No le gusta la comparación con los ratones.

-No sé, me acordé -replica Ray, casi sofocado del arrebato de locuacidad que acaba de tener. Ha de ser que el aire puro lo intoxica, el oxígeno le destraba la lengua.

Tienen a sus pies las dos partes del estado. Al norte el desierto de tierras planas. Al este el trópico de Valdivia, San Reyes y Raudales, que llega a Veracruz.

Jacinto se aproxima al sumidero, que lleva una poca de agua de lluvia, y señala al borde occidental del desierto. Hay tal nitidez en el aire que parece mentira.

-Allá donde se juntan los árboles, ¿ves?, queda la casa de Carmela.

Ray piensa ``al fin''. Jacinto saca a mención a Carmela a veces, muy apenitas. ``Carmela diría'', o bien, ``cuando vino Carmela'', o ``don Chío con Carmela fuera a tal'', pero no explica quién es, si es joven o vieja, si es algo suyo o qué. A cada pregunta de ¿quién es?, Jacinto se arroga el derecho de no responder.

-Es una -había sido hasta ahora la única información. Raymundo ya ni preguntaba. Y de pronto, sin decir agua va, ya van al ranchito de Carmela. Pues eso es lo que hacen. Recogen sus itacates y toman rumbo a la arboleda, por el lado del desierto.

Se trata de trotar la ladera más larga del Chico, en el borde del Turpial.

Ray piensa que ya. Que, él por lo menos, ya.

No sabe que el tiempo se lubrica solo. Que el motor de las cosas está bien engrasado. Que lo que va a ocurrir va a ocurrir.

Pero eso no lo sabe nadie.

(Dentro de ocho días: Carmela.)