Avanzar en la normalidad democrática implica trabajar en múltiples espacios, uno cardinal, el Congreso de la Unión. Esto implica recuperar para esta institución central de la República, el carácter de Poder que le otorga la Constitución y que se desdibujó por la peculiaridad del régimen político mexicano: la preeminencia del Ejecutivo y la naturaleza de la relación de éste con su partido.
En el contexto del nuevo mapa político, se han empezado a dar iniciativas, acercamientos, acuerdos entre distintas fracciones. Lo que hemos observado en los últimos días, es la decisión de los grupos parlamentarios de la oposición de asumir compromisos comunes y estrategias operativas.
En el propósito de ``dignificar la figura de los legisladores y darle autonomía e independencia plena al Congreso de la Unión'', convergemos legisladores de todos los partidos políticos, no tengo duda alguna. Pero hay otros puntos que ameritan una toma de posición.
Hoy existen en nuestro andamiaje jurídico verdaderos ``nudos'' que requieren desatarse para garantizar gobernabilidad y eficacia. La ley no puede ser un obstáculo al cambio social. Cuando se queda atrás, cuando tiene lagunas, deficiencias o insuficiencias, debe cambiarse. Pero así como la ignorancia de la ley no exime su cumplimiento, menos aún es admisible el trastocamiento de la norma por quienes están obligados a conocerla y respetarla. Si la ley es imperfecta, existen en nuestro sistema jurídico los procedimientos para reformarla o, incluso, abrigarla. Pueden negociarse muchas cosas, pero no puede pactarse, así sea por buenas razones, el quebrantamiento de la ley.
La nueva Legislatura tiene una responsabilidad de dimensión histórica: dar un paso adelante en la institucionalidad política. Consolidar la gobernabilidad democrática va a exigirnos dosis extraordinarias de madurez, inteligencia y responsabilidad. Nuestra tarea prioritaria será ubicar al Congreso en el sitio privilegiado que le corresponde en el nuevo escenario político. Dar, legislando, las mejores respuestas a las demandas de la sociedad; centrar la atención y los esfuerzos en los temas mayores de la agenda mexicana: paz con justicia y democracia.
Hubo un tiempo, el Porfiriato, en que se privilegió la paz por sobre todas las cosas. Antes que la democracia, antes que la justicia, el país tenía que resolver el problema que cuestionaba su propio ser como nación soberana. Esa fue --o, mejor dicho, quiso ser-- la justificación política del régimen de Díaz.
Vino después el remolino revolucionario con su reclamo justiciero que puso el énfasis en lo social. El viejo régimen había logrado, con mano dura, la pacificación, pero había profundizado las disparidades sociales. Urgía atender el reclamo extendido de los pobres: devolver la tierra o dotar de ella a los campesinos, sembrar de escuelas, clínicas y hospitales la geografía del país; construir caminos para extirpar cacicazgos solapados por el aislamiento, etcétera. La democracia ocupó, otra vez, un lugar secundario.
Por eso es singular este tiempo mexicano. Porque llegó la hora de enfrentar simultáneamente las tres cuestiones torales que han acompañado nuestra historia: estabilidad, justicia y democracia. En esto, nos toca a los legisladores una tarea mayor. Tenemos que ubicar los temas centrales de la agenda y no perdernos en asuntos menores.
Los integrantes de las distintas fracciones de la nueva LVII Legislatura en el Senado y en la Cámara de Diputados, tenemos el reto de responder a las expectativas generadas en el seno de la sociedad, para ello será necesario que los legisladores desplieguen el talento, la experiencia y la sensibilidad para encarar los múltiples desafíos jurídico-político que acompañan a este tiempo fascinante, con el valor de oponerse cuando sea preciso y, lo que es más difícil, con la valentía y la madurez para coincidir con los otros, cuando haya razones. Por encima de todo está el interés de la Nación. El trabajo legislativo a desarrollar establecerá las bases para sustentar el desarrollo de los mexicanos.