La Plaza México, con la figura triunfadora de Manolo Martínez, y los aficionados entregados a su arte mexicano, me venían a la mente en ocasión de cumplirse un año de su muerte. La típica plaza del torero que fue su dueño parecía soñar con el bouquet manzanillero que despertaba su lento torear y rítmicas pisadas, al coro enloquecido de los gritos de ¡torero!
Fue Manolo Martínez un torero que reclamaba de sus contempladores una colaboración intensa e imaginativa. Apoyaba su pedido de colaboración en dos o tres puntos de la realidad: el sentido de la distancia, su espera del toro, la flojedad en el cuerpo, para dejar que la fantasía del que miraba atento realizara el milagro de reconstruir la escultura más aproximada de sus redondos y desdenes, en desgastada fantasía enlazada a la intuición.
En los tendidos llenos, los aficionados se trasformaban en monstruos. La imaginación espoleada por Manolo creaba lo fantástico y cuando la fantasía ante el milagro de su toreo se enlazaba a lo sensual, ésta conseguía apoyarse en recuerdos de faenas que eran la herencia del toreo mexicano, la magia tocaba fondo y la plaza se venía abajo ante lo increíble. En la que destacaba la lentitud, lo despacioso de su acompañar a los toros, enroscados a la muleta en que los mecía.
En esos momentos la plaza era una pintura en la que resaltaba en el fondo el torero y su original elegancia en la forma de llevar los toros. Toda la gama del toreo; verónicas, chicuelinas y reboleras, derechazos, naturales y martinetes elegantemente distribuidos, por el encanto de su soberbia reflejada en el gesto adusto, recio. Manolo aparecía luego emocionado y radiante y la sonrisa de niño, antes escondida, lucía esplendorosa en las vueltas al ruedo, apoteósicas de tantas tardes.
Luego un intenso olor a torería, una extraña fragancia a tabaco fino, un perfume denso y misterioso recorría la plaza que lo contemplaba exhorta, y a la que trasmitía la íntima voluptuosidad del éxito, o el vacío de las tardes de fracaso, propias de ser idolatrado, que reflejaba en el rostro por la intensidad de la unicidad que lograban.
Un año hace de su partida y no existe el matador o novillero que ocupe el trono que dejó vacante. Ayer, en la México, otra absurda novillada (de tres horas y media de duración) pasada por aguas. Los novillos de Carlos Hernández, disparejos en presentación y juego, lo mismo cárdenos que castaños; toreables (primero y segundo); excepcional, el tercero; mansos y difíciles, cuarto, quinto y sexto. Sólo Pepe Serrano, en medio del aguacero y con un valor espartano en capote, banderillas y muleta en un ruedo lodoso y peligroso, se llevó una oreja. Castañeda y Aparicio, aguantando el chaparrón y las dificultades, con más pena que gloria. Y en la plaza el humo a torero que dejó Manolo aún en medio de las tormentas.