MIRADAS Ť Consuelo Cuevas Cardona
Sed

Corría el mes de marzo de 1831 y los días se escurrían ardientes en los bosques de Córdoba, Veracruz. Pablo de la Llave se había internado en ellos desde muy temprano para observar los cedros, pues creía haber descubierto una especie nueva de este majestuoso árbol.

Durante horas se detuvo ante cientos de ejemplares para estudiar sus detalles y analizar las numerosas colonias de parásitos que crecían en ellos, mientras los monteros que lo guiaban esperaban pacientemente a que hiciera sus observaciones. Después de un tiempo empezó a sentir una terrible sed. El agua de su cantimplora se había agotado desde hacía un rato, pero observó que sus acompañantes no llevaban líquido y, sin preguntarles nada, decidió que debían emprender el regreso.

Mientras caminaba, debido a la sed abrasadora no pudo evitar recordar los tiempos amargos que había vivido en la cárcel. Si de joven alguien le hubiera predicho que iba a estar seis años en una mazmorra, en las peores condiciones de vida que pudiera imaginarse, él no lo habría creído. Después de todo, ¿qué podía temer cuando era un estudiante del Colegio de San Juan de Letrán, o cuando se doctoró en Teología en la Real y Pontificia Universidad de México? ¿Cómo podía imaginar un mal futuro si el mismo rey Carlos IV le había confiado la dirección del Jardín Botánico de Madrid? Sin embargo, Carlos IV abdicó en favor de su hijo Fernando VII y Napoleón invadió España. Entonces, él fue uno de los novohispanos elegidos para formar parte de las Cortes que defendieron la soberanía española. Finalmente Napoleón fue vencido; sin embargo, Fernando VII, a su regreso, persiguió a los liberales que pertenecieron a esas Cortes y Pablo de la Llave fue encerrado en una cárcel, donde siempre padeció hambre y, sobre todo, sed.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por uno de sus acompañantes, que le preguntó amablemente si algo le pasaba. Pablo sólo atinó a decir:

--Agua... me muero de sed.

Sin decir más, el montero tomó un calabazo vacío y le acomodó una gran hoja en forma de embudo, después tomó un machete y con él cortó un bejuco grueso que cruzaba de un árbol a otro, puso en el tajo el calabazo y el agua brotó abundantemente.

--Tome, señor --dijo-- ``agua de parra''.

El naturalista bebió con desesperación aquel líquido fresco y transparente y sonrió agradecido; aún tenía mucho que aprender de aquellos hombres. Tras descansar durante un buen rato, el grupo emprendió el camino y Pablo de la Llave volvió a situar las cosas en su dimensión justa. Después de todo, los días de cárcel habían pasado hacía mucho y él ya participaba en luchas más propias que las de aquellos lejanos tiempos.