Alberto Palacios
Panza al Sol

Con el culto de Apolo, Tonatiuh y Amón-Ra se desterraron los maleficios y temores que alberga la oscuridad desde el origen de los tiempos. La deidad emplazada en el Sol, en su incandescencia y en el venturoso regreso del día, ha iluminado desde siempre todas las religiones. Podemos imaginar cómo seguirían con la mirada atónita nuestros ancestros ese manto de luz que bañaba las estepas europeas cada mañana. Cómo implorarían, ateridos y amedrentados, el regreso del astro rey cada vez que la noche invernal y sus sonidos los ahogaban. Los dioses solares reflejaban la bondad y el origen de la vida y las cosechas. Se bautizaban los hijos ante el Sol, y se reverenciaba su luz devuelta con un día especial para los rezos (sunday en inglés o sontag en alemán, que en las religiones latinas es el día de Dios, domingo). Los incas eran los descendientes del Sol y su artesanía con oro dejó un elocuente legado de esta concepción mitológica. El semidios griego Esculapio, hijo de Apolo, se divinizó en el gran curador, el reencarnado del fuego, el dios de la Medicina. Los templos dedicados a su culto practicaban la curación con baños de Sol para restaurar la salud, ejercicio que se ha perpetuado por siglos como sinónimo para erradicar enfermedades oscuras (como la tuberculosis y la sífilis) y para fortalecer el sistema nervioso o musculoesquelético.

El descubrimiento de que la vitamina D se sintetiza con la exposición solar y que su carencia se asocia al raquitismo, vino a reforzar la idea del tratamiento con baños de Sol. A principios de siglo, un doctor en Islandia recibió el premio Nobel gracias al empleo de la helioterapia para enfermedades infecciosas. De ahí deriva la fototerapia para diversos padecimientos cutáneos (psoriasis, lupus vulgaris, etcétera) que se realiza en clínicas dermatológicas. Las bondades de la helioterapia se extendieron al tratamiento de las anemias, nefropatías, heridas infectadas y linfomas en diversos sanatorios de los alpes suizos. Tanto, que a pesar de reconocer sus riesgos, un afamado médico norteamericano llegó a decir que ``la exposición solar durante la juventud, aunque resulta en cáncer de la piel y de los labios, previene otros tipos de cáncer menos accesibles al tratamiento médico...''.

La moda no dejó pasar la oportunidad. Se abrieron clínicas de restablecimiento, en franca oposición la palidez de la corte borbona y al recato victoriano que caracterizó la belleza de siglos precedentes. Las playas del Caribe y del Mediterráneo se abrieron a la delectación de los fotones y de los sentidos. La diseñadora Cocó Chanel expresó, categórica: ``la chica de 1929 debe estar asoleada''.

Para mediados de nuestro siglo, asolearse se había convertido en rasgo cultural y en sello de influencia y éxito. Con la invención del bikini en 1946, la exposición cutánea al Sol se hizo más extensa y atrayente. Pero apenas estaba amaneciendo en el horizonte de nuestras preocupaciones de salud: la frecuencia en aparición de cánceres de la piel (especialmente el más agresivo, denominado melanoma) ha seguido un aumento exponencial a partir de esos años.

Los mil casos anuales de melanoma cutáneo que se reportaban en tiempos del desplante promocional de Chanel, se quintuplicaron en 1950 y llegaron a 25 mil (insisto, por año) durante la década pasada.

Más aún, el primer local comercial donde se usan lámparas para quemarse la piel se introdujo en el estado natal de Bill Clinton en 1978, y diez años después existían 18 mil centros de fototerapia dispersos en Estados Unidos. Se estima que en la actualidad más de dos millones de americanos se broncean con lámparas diariamente, negocio equivalente a mil millones de dólares al año.

Pero no todo lo que brilla es oro. Los cambios degenerativos que se observan en la piel de los viejos marinos dan cuenta de la erosión que causa exponerse repetidamente al Sol. Desde principios de siglo, investigadores franceses reconocieron que los trabajadores de viñedos tienen mayor predisposición a desarrollar cáncer dérmico. Tales observaciones se confirmaron experimentalmente con la inducción de cáncer en ratones de laboratorio mediante luz artificial. Diversos reportes científicos han asociado el bronceado artificial con la aparición de melanoma y que tal riesgo aumenta mientras más consistente y prolongada sea la exposición a la luz ultravioleta. El riesgo se multiplica por siete en personas que se asolean más de cinco veces al año. La tendencia a vincular una cara rozagante y un cuerpo dorado con la salud y la prosperidad está cambiando. Las campañas de prevención de cáncer en Australia (país que tiene la mayor incidencia mundial de melanoma) han hecho que se usen más sombreros, filtros solares más protectores y menos deportes acuáticos a mediodía, cuando la luz ultravioleta está en su apogeo. Esperemos que nuestros gobiernos caribeños aprendan de ese ejemplo. Aun cuando la relación de causa-efecto se está investigando, cada día estamos más concientes del envejecimiento, la sensibilidad y la inmunosupresión que producen los rayos solares sobre nuestra piel.

Además, no hay duda de que exacerban los carcinomas escamosos y los epiteliomas basales, afortunadamente extirpables, tan comunes en los hombros de los marineros como sus pericos. Debe recomendarse el uso de protectores solares adecuados y evitar la exposición prolongada en horas y sitos donde el Sol es más intenso. Es preferible usar lociones que contienen un pigmento artificial (la dihidroxiacetona, que no es filtro solar) para conservar tanto el atractivo como la vida. Pero ante todo, es preciso educar a nuestros adolescentes que gozan de la playa y el Sol no es equivalente a injertar la piel con mutaciones potencialmente cancerosas. Valga entonces el dicho: Qué bueno ver el sol y no asolearse.